Las bellas extranjeras (fragmento) "Por la mañana nos subimos al tren, regresamos, cubiertos de gloria, a París, y nos dirigimos de nuevo a nuestro conocido hotel parisino del boulevard Raspail. Era como si no nos hubiéramos ido. En mi habitación rojiza me esperaban el televisor colgado en el techo, la cama cubierta por una pesada colcha granate a rayas, el caramelo de la almohada (también de menta, maldita sea, el estómago se me encogió irremediablemente en cuanto lo vi) y la maleta abierta en la página… perdón, la maleta abierta en tres camisas y dos jerséis, algunos de los cuales los viste ahora vete a saber qué mozo de Otopeni. Eran más o menos las doce, el sol había aparecido milagrosamente después de tanta negrura, así que también yo salí de mis aposentos arrastrado por la única hambre verdadera que existe en este mundo: la de después de una cena tradicional rumana en los Pirineos. Lo demás son copias pálidas que no merecen ser recordadas siquiera. En el vestíbulo me encontré con toda la panda, dispuesta a caminar por la ciudad y, sobre todo, a buscar un restaurante decente. No podía decirse que a los chicos —y a las distinguidas señoras— les hubiera ido demasiado bien tampoco. El pobre George Crăciun se había enriquecido con una gripe terrible mientras volaba a Córcega; Florin se había roto la nariz al rodar por las escaleras del hotel; Agop parecía cada vez más pequeño (o bien Cristina cada vez más alta) y los demás, aunque intactos, parecían muertos de cansancio. Habían escarbado todos los rincones de Francia, habían actuado en todos los escenarios del Hexágono, habían asombrado a todas las parejas de ancianos inofensivos con la curiosa propiedad de los rumanos para hablar su lengua. En fin, eran tan solo la sombra de los que, apenas una semana antes, habían partido para la anexión cultural y literaria del vasto territorio dominado entonces por el marido de Carla Bruni. Antes de nada, una de las señoras que nos acompañaba nos reunió para comunicarnos el programa que nos esperaba. Por lo que a mí se refería, tenía que viajar hasta Burdeos, esta vez con Agop, luego tenía que volver al sur, donde seguiría un encuentro con el público en Aix-en-Provence, en compañía de Gabriela Adameteanu y Ana Blandiana, y con este motivo visitaríamos la famosa ciudadela de Carcassonne. Finalmente, el apoteósico cierre parisino, con una lectura de versos de tres poetas, Letia Ilea, Murean y yo; otra lectura mía en una librería, algo en la RFI —una inocente participación en un programa de radio que se transformó, para mí, en la mayor catástrofe de este viaje, ya veréis cómo y de qué manera— y la recepción final, idéntica a la del comienzo, donde eran esperados los grandes capos de la amistad franco-rumana. " epdlp.com |