Cenizas para el viento (fragmento)Hernando Téllez
Cenizas para el viento (fragmento)

"El guardia golpeó con el rebenque la madera del mostrador. El señor Benavides se puso un poco pálido y envolvió de prisa la compra de Juan. "¿Qué hay por aquí?", dijo el guardia. Arévalo reconoció a Juan. Pero lo miró como si no lo conociera. El guardia no le dio tiempo al señor Benavides para contestar. Se volvió a Juan, y haciendo sonar el látigo contra sus propios pantalones le dijo: "¿Y usted también es de los que están resistiendo?". Juan debió de haber palidecido como Benavides porque sentía que el corazón le saltaba en el pecho. Hubiera querido abofetear al guardia, pues no era cosa de que un guardia, sin más ni más, hablara así a un hombre pacífico, que estaba comprando, sin molestar a nadie, una caja de vaselina y un paquete de algodón donde el señor Benavides. Arévalo intervino: "Sí, es de los rojos, de aquí cerca, de la vereda de las Tres Espigas". Juan parecía como clavado al piso y miraba, sin poder apartar los ojos, el pequeño trozo de guayacán perforado en uno de los extremos, por donde pasaban los ramales del látigo. El guayacán parecía un largo dedo con las coyunturas abultadas por el reumatismo, Y el látigo seguía sonando contra la tela basta, color de cobre, de los pantalones del uniforme. "Aja, aja", gruñó insidioso el guardia. "Pero es de los tranquilos, yo lo conozco", cortó Arévalo, El rebenque dejó de frotar la tela. "Ya veremos. Ya veremos, porque todos son unos hijos... madres", y se le abrió al guardia en la mitad de la cara una risa sardónica. "Aquí se acabaron las carcajadas, ¿oyó, Benavides? Y usted también...".
Salieron. Juan sentía seca la boca. Tomó el paquete de encima del mostrador, buscó las monedas en el bolsillo para pagar cuarenta y cinco centavos, y se despidió del señor Benavides, a quien todavía le temblaban las manos y seguía pálido como un hombre atacado súbitamente por un calambre en el estómago.
Pero ahora la amenaza tomaba cuerpo en la persona del hijo de Simón Arévalo. Y Juan recordaba que Simón Arévalo había sido su amigo. Y que este mismo muchacho no parecía tan malo. Sólo que le gustaba andar discutiendo aquí valla, por todas partes, de esas cosas tan enredadas y difíciles de la política. ¿Pero en qué estaba ahora? Si se hubiera metido a guardia, muy bien. Pero no llevaba uniforme. Desde cuando se pusieron tan mal las cosas, Arévalo era el gran amigo de la autoridad. En el pueblo le dijeron que no salía de donde el alcalde y que con los guardias trasegaba, mano a mano, las copas. Un sostén de la autoridad. Eso seguramente era Arévalo. Un sostén que tenía la ventaja de conocer a todo el mundo, en cinco, tal vez en diez leguas a la redonda. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com