Alhué (fragmento)José Santos González Vera
Alhué (fragmento)

"En la escuela fue donde conocí, por primera vez, el aspecto brutal de la vida. La escuela parroquial funcionaba en una feísima y vieja casa, compuesta de grandes salas yertas.
El patio, aunque extenso, por estar encerrado entre altos muros, era más frío y extraño que las salas.
Además estaba como aplastado por la sombra de la iglesia contigua. La fisonomía de ese patio estará siempre fija en mi memoria.
De entonces sólo conservo recuerdos de imágenes. Tal vez nos enseñaban alguna cosa. Era el profesor un sujeto rubio, bizco, de pequeña estatura, gélido completamente. Pisaba con la punta de sus pies y gritaba sin cesar. No sonreía ni por broma. ¡Qué excelente carcelero hubiera sido!
Apenas la campana sonaba, el torturador aparecía en el patio frotándose las manos. Nos formábamos apresuradamente y nos íbamos a la sala temblando por lo que podía suceder.
Le odiábamos con entusiasmo y ejercitábamos nuestros espíritus en desearle las más abominables desgracias; pero el bárbaro estaba siempre en pie, sonrosado, elástico, con una salud desafiante.
Reinaba en la sala silencio lúgubre... Nos mirábamos con mirada piadosa y después extáticos y con el corazón convulso, esperábamos el temido minuto.
El bizco se alisaba su cabellera roja y miraba con detenimiento.
Luego comenzaba a tomar la lección con la cabeza inclinada sobre su cuaderno de notas. Solía toser algo, pero nunca tanto como para que se le comprometiesen los pulmones.
Desventurado era el chiquillo que no había resuelto su tarea. El bizco, sin poner mala cara, pero sin oír tampoco ninguna disculpa, le ordenaba colocarse frente al pizarrón.
La víctima, desde ese instante, empezaba a modular todos los tonos del sollozo. Y nosotros nos sentíamos embargados por la más intolerable de las angustias.
Nuestro torturador abría su escritorio y buscaba. Revolvía los papeles con el abandono del que se encuentra solo; pero cuando hallaba el guante, en su rostro se proyectaba una sombra de agrado.
El penitente, mientras duraba la búsqueda gemía con cierto método. Cuando el tono decrecía y parecía extinguirse, era seguro que en su alma crecía la esperanza de salvarse.
Desde nuestros bancos podíamos seguir con precisión absoluta los movimientos del profesor. Nuestra unidad psicológica era maravillosa. Si sus ademanes eran medidos, el gemido de la víctima oscilaba en la nota menor y el ritmo de nuestros corazones se normalizaba. Pero si la mano se estiraba con vehemencia hasta el fondo del cajón, el gemido dilataba el pecho del colegial y ganaba espacio sin respeto a ninguna nota intermedia, y nosotros dejábamos de respirar. "



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