El monasterio (fragmento)Walter Scott
El monasterio (fragmento)

"El molinero se disponía a partir en aquel momento en dirección a su casa, después de prometer que enviaría con un criado un hermoso salmón. Elspeth, viendo su casa invadida por tantos huéspedes, estaba arrepentida de la invitación que había hecho a Mysie, y buscaba un medio decoroso de hacerla montar a la grupa del caballo de su padre, sin perjuicio de aplazar para mejor ocasión sus proyectos matrimoniales; pero este acto de generosidad inesperada por parte de Hob Miller desvaneció el pensamiento de desembarazarse de la hija, de modo que el molinero tomó solo el camino de su casa. Este proceder tuvo en seguida su recompensa.
Mysie vivía demasiado cerca de la abadía para ser novicia en el noble arte culinario. La excelente muchacha, que se había hecho un tocado más sencillo, y lucía sus brazos, blancos como la nieve, desnudos hasta los codos, ayudó a la dueña de la casa en todos los trabajos, revelando un talento sin igual y una incansable habilidad, distinguiéndose principalmente en la preparación de los hojaldres, de las jaleas y de otras muchas golosinas en las que ni Elspeth ni su cocinera Tibb habrían podido pensar siquiera.
Dejándola en la cocina, y sintiendo que la educación recibida por María Avenel no le permitiera encargarse de otra cosa más que de cubrir de hojas el piso de la sala grande, y de adornarla con flores de la estación, la viuda de Glendinning fue a vestirse de gala. Luego salió a la puerta de la torre con el corazón palpitante, a esperar a su reverencia. Eduardo, al lado de su madre, experimentaba las mismas emociones, y su filosofía buscaba inútilmente la explicación de ellas. No comprendía aún cuán difícilmente aprende la razón a vencer la fuerza de las circunstancias exteriores ni cuán embotadas están por la costumbre nuestras sensaciones aguzadas por la novedad.
A la sazón contemplaba con sorpresa no exenta de respeto a aquellos diez jinetes sobre dóciles corceles, y vestidos con largos sayales, cuyos escapularios blancos hacían resaltar el color negro de sus hábitos; avanzaban con lentitud, como si siguieran un cortejo fúnebre. Sir Piercie Shafton era el único que se distinguía en la marcha regular de la pacífica cabalgata. "



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