Juegos de manos (fragmento) "A fuerza de beber pequeñas copas se sentía borracho como una cuba. Sus amigos, al entrar, le llamaban con nombres familiares, cariñosos diminutivos. Siempre sucedía así: se embriagaba, y, al día siguiente, le daban golpecitos en la espalda. Era su destino: como la confabulación del mundo entero, con sus ofertas tentadoras, para que jamás estudiase. Una idea molesta acuciaba insistentemente su cerebro. «Ha ocurrido algo». Era absurdo. No recordaba nada. La idea, sin embargo, estaba allí, zumbona, desafiante. «Vayamos por partes». Se había emborrachado con unos amigos y sonrió al recordarlo. Bruscamente lo vio todo claro. «Yo llevaba un barrilito de ginebra y daba de beber a los sedientos». Había pasado la tarde en los bares de Lavapiés, rodeado de viejas gorilas y pequeños camaradas. La vendedora de cerillas, una gallega cincuentona de rostro risueño y cabellos grises, le había besado en la cabeza. Le llamaba «Mi Amor». A cambio le dejó beber ginebra. Recordaba haber calmado la sed de una mujer, gorda a fuerza de faldas, que se ponía las unas encima de las otras y llevaba una flor sobre la oreja. En el mismo bar, se le había aproximado un hombre al que también dio de beber. Con el pantalón de pana, la camisa a rayas y la boina oscura parecía un lagarto desconfiado, un ave negra. Le había dejado una tarjeta. Uribe hurgó en los numerosos bolsillos del gabán y la encontró en uno muy pequeño, disimulado. El hombre se llamaba Francisco Gómez y era carpintero restaurador. Al leerla, una sonrisa de triunfo se expandió por su cara: «Yo les traigo la luz, el colorido y la alegría. Soy como una de esas flores de trapo que ponen en el aparador de los restaurantes económicos». El paisaje de sus casas, lo sabía por experiencia, se resentía por falta de color. La morada de aquellas gentes, como su propia vida, era gris, inocua. Las mujeres plantaban geranios y dondiegos en los balcones de las casas y ponían trapos chillones encima de los muebles. A su manera buscaban también la magia. " epdlp.com |