El mar no llega a Nápoles (fragmento)Anna Maria Ortese
El mar no llega a Nápoles (fragmento)

"Después de esto, no supe ni vi ya nada en concreto. Lo Savio me llevó de puerta en puerta por toda la planta baja y el primer piso, y después de nuevo a la planta baja, donde habíamos olvidado alguna familia. Del luctuoso acontecimiento nadie hablaba, y me di cuenta de que allá abajo no pervivía capacidad alguna de emocionarse. Había oscuridad y nada más. Silencio, breves evocaciones de otra vida, una vida más apacible, nada más. Ni siquiera Lo Savio hablaba. Empujaba una puerta con desenvoltura: «¿Se puede?», alguien respondía: Trasìte, o bien no respondía nada; entonces ella entraba, mirando a su alrededor con sus ojillos penetrantes. Inmediatamente, ocho, diez, quince personas salían de las tinieblas, alguien se levantaba de una cama, como un muerto que esté fantaseando, alguien mostraba por un instante su cabeza salvaje por encima de un tabique de madera. Mujeres, que de mujer no tenían nada más que una falda y unos cabellos, más parecidos a una capa de polvo que a una cabellera, se acercaban en silencio, con los niños por delante, como si aquella infancia maldita pudiese protegerlas o alentarlas. Los hombres, en cambio, se quedaban más atrás, como avergonzándose. Alguno me miraba los zapatos, las manos, sin atreverse a alzar los ojos hasta mi cara. En muchas familias, como en la De Angelis, había un sujeto que se presentaba como enfermo mental. «¿Usted a qué se dedica?», preguntaba yo, y él, tras dudar un poco, tratando de sonreír: «Enfermo mental». «¡Lo ve!», gritaban con una especie de triunfo las mujeres, «Jesucristo nos quiere poner a prueba. ¡Y a quien nos ayude, que Dios se lo pague!», y nos observaban a Lo Savio y a mí, ansiosas por oír una alusión a los paquetes. Yo miraba sobre todo a los niños y comprendía que pudiesen morir de repente, corriendo, como Scarpetella. Esta infancia no tenía de infantil más que los años. Por lo demás, eran pequeños hombres y mujeres que lo sabían ya todo, tanto el principio como el fin de las cosas; estaban ya minados por los vicios, el ocio, la miseria más insufrible, de cuerpo enfermo y alma trastornada, con sonrisas depravadas o bobas, astutos y desolados a un tiempo. El noventa por ciento, me dijo Lo Savio, son tuberculosos o propensos a contraer la tuberculosis, raquíticos o sifilíticos, como sus padres y sus madres. Presencian normalmente el apareamiento de sus padres y lo repiten como juego. Además, aquí no hay otros juegos, excepción hecha de las pedradas.
—Le quiero mostrar una criatura —dijo.
Me llevó al fondo del corredor, donde un poco de luz verde que se colaba por una rendija daba a entender que en Nápoles había caído la tarde. Había una puerta, por la que no salía un sonido, una voz. Lo Savio llamó apenas, luego entró sin esperar respuesta, como quien está en su propia casa.
Era una amplia habitación limpia y desierta, mitad gruta mitad templo. De no ser por la presencia de una minúscula bombilla, cuya luz situada muy arriba molestaba más que alegraba, aquel local habría hecho pensar en unas antiguas y olvidadas ruinas. Había un olor a humedad más fuerte y lúgubre que en otras partes que provenía de cosas en descomposición. Una mujer aún joven y de aspecto extasiado vino hacia nosotras. "



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