Dientes Blancos (fragmento)Zadie Smith
Dientes Blancos (fragmento)

"P. K. se dividía en dos mitades, masculina y femenina. En la sección masculina, en la que un estéreo afónico vomitaba espasmódicamente un ragga implacable, los adolescentes, atendidos por peluqueros poco mayores que ellos, virtuosos de la maquinilla eléctrica, se hacían recortar en el occipital logos de Adidas, Badmutha, Martin. En la sección masculina todo era charla, risa y broma; allí reinaba un ambiente relajado al que no era ajena la circunstancia de que el corte de pelo nunca pasaba de seis libras ni de quince minutos. Era una transacción relativamente sencilla, en un ambiente desenfadado: el zumbido de la cuchilla giratoria junto al oído, la enérgica fricción de una mano cálida, espejos delante y detrás para que el cliente admirara la transformación. Se entraba con picos y remolinos escondidos debajo de una gorra de béisbol, y se salía al poco rato convertido en otro hombre, oliendo a dulce aceite de coco y con un corte limpio y afilado como la espada del juramento.
En comparación, la sección de señoras de P. K. era nefasta. Aquí el imposible deseo de lisura y «movimiento» se estrellaba diariamente contra la rebeldía del curvo folículo africano; aquí el amoníaco, la plancha, las horquillas y el puro fuego eran movilizados para la guerra y se empleaban a fondo para someter hasta el último rizo.
«¿Está lacio?», era la única pregunta que se oía cuando retiraban las toallas y las cabezas salían del secador, doloridas y palpitantes. «¿Está lacio, Denise? ¿Está lacio, Jackie?»
A lo que Jackie o Denise, que no estaban sujetas a las obligaciones de las peluqueras blancas (no tenían que hacer té ni besar culos, ni adular ni dar conversación, porque ellas no trataban con clientes sino con infelices pacientes desesperadas), resoplaban con escepticismo mientras sacudían el peinador verde bilis. «Está todo lo lacio que puede estar.»
Ahora había cuatro mujeres sentadas frente a Irie, que se mordían los labios y miraban fijamente a un sucio espejo apaisado, esperando ver materializarse su imagen transformada. Mientras Irie hojeaba nerviosamente revistas norteamericanas de peluquería negra, las cuatro mujeres hacían muecas de dolor. «¿Cuánto hace?», preguntaba a veces alguna a la vecina, a lo que ésta respondía, ufana: «Quince minutos. Y usted ¿cuánto?» «Veintidós. Veintidós minutos llevo con esta mierda en la cabeza. Como no se me estire...»
Era una competición en sufrimiento. Como la de esas mujeres ricas que en los restaurantes de lujo encargan ensaladas a cuál más ligera.
Finalmente, se oía un grito o un «¡Basta! ¡Mierda, no aguanto más!», y la cabeza en cuestión era llevada a toda prisa a la pila, donde el lavado nunca podía ser lo bastante rápido (nunca es posible sacarse el amoníaco de la cabeza con la rapidez deseada), y empezaba el llanto silencioso. En este momento surgía la hostilidad; había cabellos más o menos crespos, afros más o menos peleones, y algunos sobrevivían. Y la hostilidad ya no se concentraba en la cliente más afortunada, sino que se hacía extensiva a la peluquera, la causante del dolor, y era natural que se atribuyera a Jackie o a Denise un cierto sadismo: sus dedos no se movían con la suficiente rapidez para sacar aquel mejunje de la cabeza y parecía que el agua salía a gotas y no a chorro y, mientras tanto, el diablo se montaba una verbena en la cabeza de una. "



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