Budapest (fragmento) "La realidad eran los paseos en la isla de Margit, con sus atracciones domingueras, los acróbatas del Danubio, las carreras de carneros, las marionetas eslovenas, el coro de ventrílocuos. La realidad eran las tertulias en el Club de las Bellas Letras, la pista de baile giratoria en lo alto de la Torre de Atila, las noches en Óbuda, la vieja Buda, los restaurantes de paja donde comíamos pizza cruda. Y la botella de vino Tokaj que llevábamos para beber en su diván, mientras oíamos operetas húngaras. Y la balada desgarradora de la hija de Barba Azul que ella me enseñó, que yo cantaba a capella con impostación de barítono húngaro y la llevaba a las lágrimas. Y Kriska desnuda, extendiéndome los brazos y pidiendo que la castigase, después Kriska desfalleciente, atravesada en la cama, en la sábana de seda negra que le regalé, revuelta bajo su cuerpo fulgurante, con el sello de mis dientes en su hombro. Y Kriska resollando y yo sacudiéndola, implorándole que dijese alguna cosa más, ¿qué cosa? Cualquier cosa. ¿Cualquier cosa, cómo? Como contar hasta diez. Egy... ketto... három... négy..., y a pesar de toda su buena voluntad no llegaba ni a cinco, tenía el sueño fácil y profundo. Entonces yo me levantaba; nunca me dijo si podía dormir con ella. Cogía mi ropa tirada por el suelo y evitaba mirarla, porque Kriska, muda e inerte en posición fetal, era una irrealidad, un cuerpo demasiado perfecto, su superficie demasiado lisa, su misteriosa textura. A la hora en que me marchaba ya no pasaba el metro ni circulaban taxis, incluso había poca gente en la calle por la proximidad del invierno. Yo caminaba media hora hasta el centro de Pest, pensando en beber algo caliente, pero ya no encontraba ningún bar abierto. Tenía media hora más de marcha bajo un cielo cargado, y a veces me inclinaba en el parapeto del puente para mirar el Danubio, negro, silencioso. Me llevaba un buen tiempo convencerme de que se movía, y algún que otro coche siempre paraba cerca, a la espera, para ver si yo me tiraba o no. Pero el verdadero invierno llegó del día a la noche, y esa noche Kriska insistió en prestarme una gorra y un chaquetón que olía a alcanfor. Eran restos de un hombre de cabeza grande y tronco más pequeño que el mío; el grueso chaquetón de lana, demasiado justo de sisa, me impedía cerrar los brazos. Salía caminando por el medio de la calle, con un andar de mono, y podía atravesar la ciudad sin encontrar un alma. Soplaba un viento húmedo y, aun con la gorra cubriéndome las orejas, ya no conseguía detenerme a mirar el río. Apretaba el paso hasta el hotel, y no pocas veces saltaba por encima del mostrador para coger la llave, porque el portero nocturno solía dormir en el cuarto de servicio. Me encerraba en la habitación y la calefacción me quemaba la garganta, el agua mineral del minibar era insuficiente, el servicio de habitaciones no respondía, los cigarrillos se acababan. Y la lana de la manta me escocía, yo me rascaba, me rascaba, me pasaba las uñas por todo el cuerpo, era irrefrenable, era como tener azúcar bajo la piel. Una de esas madrugadas, medio sin querer, llamé a Río: hola, soy Vanda, en este momento no puedo atenderte, deja tu mensaje después de la señal. Volví a llamar enseguida, porque Vanda no abandonaría al niño por la noche: hola, soy Vanda, en este momento no puedo atenderte... Volví a llamar y a llamar y a llamar, hasta darme cuenta de que llamaba por el placer de oír mi lengua materna: hola, soy Vanda... Entonces se me antojó dejar un mensaje después de la señal, porque hacía tres meses, o cuatro o más, que yo tampoco hablaba mi lengua: hola, soy José. Había un eco en la comunicación, soy José, que me daba la impresión de que las palabras salían extraviadas de mi boca, Vanda, Vanda, Vanda, Vanda. y comencé a abusar de aquello, y dije Pão de Açúcar, marimbondo, bagunça, adstringência, Guanabara, dije palabras al azar solamente para volver a oírlas. " epdlp.com |