La dama de provincias prospera (fragmento)E.M. Delafield
La dama de provincias prospera (fragmento)

"Me encamino, pues, al piso en Sloane Street. La entrada del edificio es impresionante, con una legión de porteros, uno de los cuales me acompaña en el ascensor y me deja ante una puerta de un violeta vivo cuyo antiguo llamador representa una sirena, motivo que no me parece muy adecuado para Londres aunque quizá sí aplicable al carrerón de Pamela. El piso está amueblado con mesas de espejo, pufs negros y bloques de madera verde con ángulos pronunciados. Me siento sobrecogida y me pregunto qué impresión le produciría todo eso a la mujer del párroco, pero no acierto a imaginarlo.
Pamela me recibe en una pequeña habitación —más espejos pero menos pufs, y los bloques angulares son rojos con trazos azules en zigzag— y me sorprende con un beso de lo más efusivo. Es muy amable por su parte, aunque desearía haberlo previsto, pues así habría podido reaccionar mejor y sin dar tantas muestras de una perplejidad rayana en la alarma. Me invita a sentarme en un puf y a fumar un cigarrillo ruso; acepto ambas cosas y le pregunto por los niños. «¡Ah, los niños!», exclama Pamela, y se echa a llorar, aunque se detiene antes de que me haya dado tiempo a tenerle lástima y se embarca en un largo y complicado discurso. La vida, declara, es dificilísima, y está perfectamente segura de que yo siento, como ella, que nada importa más en este mundo que el amor. Reprimo la fuerte inclinación a contestar que importan bastante más la cuenta bancaria, unos dientes sanos y un servicio doméstico en condiciones, y digo que sí, claro, y trato de parecer todo lo inteligente y comprensiva que puedo.
Pamela se lanza entonces a pronunciar un apasionado discurso y dice que no es culpa suya que los hombres siempre se hayan vuelto locos por ella y que sin duda recordaré que siempre le ha pasado, desde jovencita (no recuerdo nada parecido, y aunque lo hiciera, no se lo diría), y que, al fin y al cabo, el divorcio ya no está tan mal visto como antaño, y es siempre la mujer la que tiene que pagar el pato, ¿no estoy de acuerdo? No me parece necesario dar una respuesta definitiva a esa cuestión y, en cualquier caso, no sé muy bien si estoy de acuerdo o no, de modo que vuelvo a recurrir a mis ademanes inteligentes y comprensivos y profiero un sonido inarticulado pero, confío, expresivo. Mi actuación deja completamente satisfecha a Pamela, por lo visto, pues continúa haciéndome confidencias que escucho con los ojos tan abiertos de emoción que casi se me salen de las órbitas. Menciona a Stevenson, Templer-Tate y Pringle, así como a otros cuyos apellidos Pamela no ha llegado a llevar nunca, aunque, según ella, más por culpa suya que por la de ellos. Siento que debería decir algo, así que me intereso tímidamente por si su primer matrimonio fue feliz, pregunta que me suena mejor que la de si alguno de sus matrimonios lo fue. "



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