Cartas que siempre esperé (fragmento) "Cuando nació su hija, los temores no la vencieron, pese a los malos presagios. Se acostumbró a vivir una realidad nueva. Pasaba los días metida en casa. Gerardo ignoraba la presencia de Mimona, su niña. No volvió a ver a Sergio, que, después de aquella desaparición que tenía aires de fuga, se dedicó a enviarle dinero con periodicidad. Arreglaba la situación como había aprendido a encararse a la vida: a golpes de talonario. Ella no lo echó de menos. La carencia de nostalgia no fue fruto de la indiferencia, ni de un esfuerzo por olvidarlo. La vida diaria la absorbía con demasiada fuerza para perderse en divagaciones. Cada día se convirtió en el eslabón de una gran cadena idéntica. Levantarse temprano, tener cuidado de la niña, meterse en el estudio, ser la mano que guiaba a otra mano de torpes movimientos. Pintar la salvaba de la sensación de ahogo, aunque nunca firmara unos cuadros que llevaban su sello. Durante mucho tiempo mantuvo la intención de ser sólo una sombra que pasaba por las telas de su padre. Con suavidad, retocaba y corregía. El embarazo aumentó la decisión del trazo, aun cuando se esforzaba en contenerlo. Tras el nacimiento de la niña, el miedo a manifestarse en la pintura fue diluyéndose. Se volvió atrevida. En el estudio, sentía que volvía a recuperar los bosques de encinas. El olor de la pintura la acompañaba. Los lapsus de la mente de su padre se acentuaron. Eran como los charcos que se forman después de la lluvia. Tiene que salir el sol para que se seque el rastro del agua en la tierra. En la vida de Gerardo, no había espacio para el hombre que había sido. Se alejaba de él algunos pasos irrecuperables todos los días. Paula descubrió que olvidaba limpiar los pinceles. La sorprendió, porque siempre había sido meticuloso, casi maniático, con los enseres del trabajo. Los restos de pintura formaban unas adherencias que hacían inservibles los pinceles. A veces, desaparecían por arte de encantamiento. Obsesionado con la idea de que alguien se los robaba, se apresuraba a esconderlos en rincones imprevisibles. Paula le recriminaba su conducta. Compraba otros nuevos para sustituir a los que habían desaparecido. Inesperadamente, descubría un puñado escondido en la despensa, junto al fregadero, o en una maceta. De vez en cuando, metía un trapo húmedo de pintura en el cesto de la ropa sucia, y echaba a perder toda la colada. Ella se esforzaba en hacerle entender que nadie quería quitarle nada, que debía tener cuidado con las cosas. Él podía reaccionar de formas muy diferentes: hacerse el ofendido, cambiar de tema, u observarla con la mirada de quien viene de muy lejos. Pasaron los meses. Aquellas situaciones esporádicas se hicieron más frecuentes. Paula se negó a aceptar la realidad, hasta que tuvo que admitirlo. Se dormía imaginándose que no era cierto. Cerraba los ojos y se dejaba vencer por el sueño. Se decía que al día siguiente todo recuperaría la dimensión perdida. Los ojos de su padre tendrían el brillo de la lucidez, y miraría el mundo con la intensidad que ella amaba. " epdlp.com |