La hoja plegada (fragmento)William Maxwell
La hoja plegada (fragmento)

"Todas las ventanas de la casa del club femenino tenían las cortinas echadas, tanto en el piso de arriba como en el de abajo. Las dos luces que había a cada lado de la puerta principal parecían más brillantes de lo habitual. Cuando Lymie y Spud tomaron el camino de entrada, oyeron que la orquesta tocaba «¡Oh, Katarina!» con entusiasmo. Mientras estaban ante la puerta principal tratando de decidir si debían llamar al timbre o no, puesto que aquélla no era una noche normal, llegó un chico silbando por el sendero, abrió la puerta y entró. Ellos le siguieron.
Había una docena de chicos de pie en el vestíbulo. Armstrong estaba entre ellos. Lymie no lo había visto más que en el gimnasio y se preguntó qué ocurriría si Armstrong, con su traje cruzado azul marino, tomase aliento e hiciese el pino sobre el suelo pulimentado. No parecía muy dispuesto a hacerlo. Tenía un aire desenvuelto y daba la impresión de estar muy seguro de sí mismo. Reconoció a Spud con un ligero gesto de sorpresa y le habló. Spud le saludó con un frío movimiento de cabeza y se dirigió al guardarropa con Lymie tras su estela.
Todas las perchas del guardarropa estaban ocupadas y había montones de abrigos en el suelo. Spud hizo un sitio para el suyo y el de Lymie en un rincón, donde no era probable que alguien los pisara, se peinó enfrente de un espejo del lavabo, se colocó la pajarita y sacó pecho hasta que el cuello de la chaqueta descansó sobre su cuello. Luego puso la mano en los riñones de Lymie, le empujó y volvieron a salir al vestíbulo.
Al otro lado de las escaleras, frente al guardarropa, había una habitación del mismo tamaño donde estaba la centralita telefónica y un juego de timbres eléctricos que sonaban en el cuarto de estudio de arriba. Lymie apretó los que estaban marcados Davison: dos largos, uno corto y Forbes: uno corto, uno largo. Luego volvió a salir al vestíbulo y esperó junto a Spud al pie de las escaleras. Durante el paseo a través del campus, se las había arreglado para embarrarse los zapatos. Las muñecas largas y delgadas le asomaban por las mangas, y el remolino que había tardado tanto tiempo en aplastar con agua volvía a estar tieso. Se quedó plantado muy rígido con la espalda contra el gran espejo dorado, y no reparó en ninguno de aquellos defectos de su apariencia.
Armstrong se había ido. Su chica había bajado por las escaleras con un vestido blanco y estaba bailando con ella en el salón alargado del que habían quitado los muebles y las alfombras. En el piso de abajo la luz era más tenue. Había crisantemos amarillos y velas encendidas en la blanca repisa de la chimenea. Unas hojas de roble ocultaban los candelabros. Los bailarines pasaban unos junto a otros llevando a cabo complejos pasos de baile, con los ojos medio cerrados y las cabezas rozándose apenas. "



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