Los gusanos (fragmento)Silverio Lanza
Los gusanos (fragmento)

"El Juez se hallaba en perfecto equilibrio mental. Era un caballero joven, guapo, ilustrado, que al conseguir un puesto en la carrera judicial, pidió la mano de una linda señorita, cuyo padre vivía sórdidamente, y había obligado á sentar plaza á su hijo varón que, luchando, logró ingresar en la Academia de Toledo, y ser oficial de Infantería. El viejo miserable negó su permiso, y don Miguel tuvo que depositar á su futura, y casarse con ella sin recibir de su suegro sino los más groseros insultos.
Acababa de morir el viejo dejando á sus hijos una respetable fortuna en valores del Estado, y escondida en el secreto de una arca, y don Miguel, recordando los millones que poseía y la independencia que le aseguraban, se sentía apto para ser justo, y deseaba que toda la Magistratura tuviese igual independencia, para que nunca el hambre, disimulada por un sueldo mezquino, pusiese á ningún juez en la disyuntiva de sacrificar su vida en aras de la virtud ó sacrificar su honor en aras del cacique.
Las insidiosas advertencias del viejo asesor, despertaron las sospechas de don Miguel, y estudió el asunto. Obtuvo las confesiones de Gregorio y de Ulpiano, recogió las buenas referencias acerca de Manolo, se convenció de que éste se hallaba enfermo cuando se realizó el robo, y se rió de aquellos jueces municipales, impuestos por la maldad política, y para quienes un trozo de añejo embutido era cuerpo de delito en un inmediato robo de cerdos.
Don Miguel se lió la manta (o los millones) á la cabeza, sobreseyó respecto á Manolo, y le dejó en libertad.
Manolo recibió alegremente la noticia, soportó los abrazos y los encargos de sus compañeros de prisión, y salió á la calle. Después fue al juzgado, firmó, y le dijeron que el Juez municipal de Montivega ya tenía conocimiento de la providencia del señor juez de Instrucción. A Manolo le pareció natural que el acuerdo justo se llamase providencia.
Atardecía. Llegar de noche á Montivega, sin que nadie le viese, era muy agradable, pero temía que la puerta de su casa estuviese sellada, y durmió en Vallindo.
Se despertó, se desayunó y emprendió la marcha.
Aquella sonrisa que descubría una dentadura blanca, menuda y fuerte, había desaparecido de la cara de Manolo. Iba resuelto á ceder su casa á Deogracias y á Romualdo para que cobrasen sus créditos, y marcharse á trabajar muy lejos: á América si le era posible. Todo menos soportar el desvío agresivo de sus paisanos.
Al transponer el Cerro del Agua, vio á un acarreador de Deogracias. Salía de la vereda á la carretera, y llevaba aceituna al molino. "



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