La joven de la perla (fragmento)Tracy Chevalier
La joven de la perla (fragmento)

"Dormir en el desván me facilitaba el trabajo que tenía que hacer allí, pero seguía contando con muy poco tiem­po. Podía levantarme antes o irme a dormir más tarde, pe­ro a veces me daba tanto trabajo que tenía que buscar la manera de subir por las tardes, en el rato en que normal­mente me sentaba a coser junto al fuego. Empecé a que­jarme de que con la luz que había en la cocina no veía dónde daba las puntadas y que necesitaba la iluminación que tenía en el desván. O decía que me dolía el estómago y necesitaba acostarme. María Thins me echaba la misma mirada de soslayo cada vez que yo daba una de estas ex­cusas para poder subir, pero no hacía ningún comentario. Me acostumbré a mentir.
Una vez que hubo sugerido que yo durmiera en el des­ván, dejó de mi cuenta la organización de las tareas a fin de poder trabajar para él. Nunca me ayudó mintiendo por mí o preguntándome si me sobraba tiempo para hacer lo que él me encomendaba. Me daba instrucciones por la ma­ñana y esperaba verlas cumplidas al día siguiente.
La fabricación de los colores me compensaba de todos los problemas que tenía para ocultar lo que estaba hacien­do. Me llegó a encantar moler las cosas que traía de la bo­tica —los huesos para el carboncillo, el albayalde, la ru­bia, el masicote— y ver los colores tan brillantes y puros que se conseguían. Aprendí que cuanto más finos moliera los materiales, más intenso era el color. De ser unos granos ásperos y apagados, la rubia se convertía en un fino polvi­llo de un rojo brillante y, mezclado con aceite de linaza, en una pintura resplandeciente. Había algo mágico en su fabricación así como en la de los otros colores.
Con él aprendí a lavar las sustancias para quitarles las impurezas y extraer sus verdaderos colores. Empleaba una serie de conchas a modo de cuencos en donde enjuagaba y volvía a enjuagar los colores, en ocasiones hasta treinta veces, a fin de quitarles la arena, la grava o la cal. Era un trabajo largo y tedioso, pero resultaba muy gratificante ver cómo el color se aclaraba con cada lavado y se acercaba a lo que se necesitaba.
El único color que no me dejó manipular fue el azul ultramarino. El lapislázuli era tan caro, y el proceso de extracción del azul puro de la piedra tan complicado, que él mismo se encargaba.
Me habitué a estar a su alrededor. A veces estábamos codo con codo en el pequeño desván, yo moliendo el alba­yalde y él lavando el lapislázuli o quemando los ocres en el fuego. Apenas me dirigía la palabra. Era un hombre calla­do. Yo tampoco hablaba. Eran unos momentos muy apaci­bles, luminosos; entraba un raudal de luz por la ventana.
Cuando terminábamos, nos lavábamos las manos vertién­donos el uno al otro agua de una jarra y frotándonoslas. En el desván hacía mucho frío; aunque había una pe­queña chimenea que él utilizaba para calentar el aceite de linaza o para quemar los colores, yo no me atrevía a en­cenderla a no ser que él me lo pidiera. Si no, tendría que explicarles a Catharina y María Thins por qué desapare­cían tan rápidamente el carbón y la leña.
Cuando él estaba conmigo no me importaba tanto el frío. Cuando se paraba cerca de mí sentía el calor de su cuerpo. Una tarde estaba lavando el masicote que acababa de moler cuando oí la voz de María Thins en el estudio. Él estaba trabajando en el cuadro; de pie, posando, la hija del panadero lanzaba de cuando en cuando un suspiro. "



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