La zamacueca (fragmento)Darío Herrera
La zamacueca (fragmento)

"En la meseta, a través de boscajes, vestidos por la re­surrección invernal, aparecía una extraña agrupación de carpas, semejantes al aduar de una tribu nómada. De­trás, dos hileras de casas de piedra constituían la edifica­ción estable del paraje. Y de las carpas y de las casas volaban ritmos de música raras, cantares de voces dis­cordantes, gritos, carcajadas: todo en una polifonía estrepitosa. Cruzamos, con pasos elásticos, los boscajes; bajo los árboles renacientes encontrábamos parejas de mozos y mozas, en agreste idilio, o bien familias com­pletas, merendando a la sombra hospitalaria de algún toldo. Nos metimos por entre las carpas: alrededor de una, más grande, se aprestaba la gente, en turba nutrida, aguardando su turno de baile. Penetramos. Dentro, la concurrencia no era menos espesa. Hombres, trajeados con pantalones y camisas de lana, de colores obscuros, y mujeres con telas de tintes violetas, formaban ancha rueda, eslabonada por un piano viejo, ante el cual estaba el pianista. Junto al piano, un muchacho tocaba la guitarra y tres mujeres cantaban, llevando el compás con palmadas. En un ángulo de la sala se levantaba el mostrador cargado de botellas y vasos con bebidas, cuyos fermentos alcohólicos saturaban el recinto de emanaciones mareantes. Y en el centro de la rueda, sobre la alfombra, tendida en el piso terroso, una pareja bailaba la zamacueca.
Jóvenes ambos, ofrecían notorio contraste. Era él un galán de tez tostada, de mediana estatura, de cabello y barba negros: un perfecto ejemplar de roto, mezcla de campesino y marinero. Con el sombrero de fieltro en una mano, y en la otra un pañuelo rojo, fornido y ágil, giraba zapateando en torno de ella. La muchacha, en cambio, parecía algo exótica en aquel sitio. Grácil y es­belta, bajo la borla de la cabellera broncínea se destacaba su rostro, de admirable regularidad de rasgos. Tenía, lujo excéntrico, un vestido de seda amarilla; el busto envuelto por un pañolón chinesco, cuyas coloraciones radiaban en la cruda luz, y en la mano un pañuelo también rojo. Muy blanca, la danza le encendía, con tonos carmíneos, las mejillas. En sus ojos garzos, circuidos de grandes ojeras azulosas, había ese brillo de potencia ex­traordinaria, ese ardor concentrado y húmedo, peculia­res en ciertas histerias; y con la boca entreabierta y las ventanas de la nariz palpitantes; inhalaba ávidamente el aire, como si le fuera rebelde a los pulmones. "



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