Ninguna eternidad como la mía (fragmento) "Durante las siguientes horas comieron, conversaron y bebieron hasta que la tarde los alcanzó creyendo que se conocían desde siempre. Entonces se echaron a caminar por el centro de la ciudad sin más tregua ni guía que su deseo de seguir juntos. La pálida luz del crepúsculo los encontró en el callejón de las tiendas de antigüedades. Ahí donde las joyas y los simples vejestorios convivían sin más diferencia que el gusto del cliente y el capricho del vendedor. Ahí donde las cosas nunca tienen el mismo valor que su precio, y donde entonces eran baratas porque la época despreciaba lo viejo imaginando que nada podía ser más promisorio que el futuro. Isabel caminó por las tiendas entre objetos extraños, deleitándose con la extravagancia de cuanto la rodeaba. Hasta que al entrar a un salón diminuto su cabeza golpeó con las patas de una mecedora que estaba colgada del techo. Era una de esas piezas de encino que tienen el respaldo y los barrotes labrados. Le faltaba un barrote, pero en el cabezal tenía la cara de un viejo alegre, acorralado por su mostacho y sus barbas. [...] En el camino le contó a Corzas la historia de una bisabuela suya que habiéndose aburrido de más a lo largo de su vida, le heredó a su nieta, la madre de Isabel, la mecedora en que se había sentado a recordar durante sus últimos inviernos asturianos. Además de la silla le dejó un escrito que debía repetir antes de usarla por primera vez y le hizo prometer que lo enseñaría a sus hijas como quien les enseña la única oración necesaria de sus vidas. Regida por la culpa de no haber cargado hasta México con la mecedora de su abuela, la madre de Isabel había memorizado el ensalmo y había hecho que lo memorizara su única hija. " epdlp.com |