Lucinde (fragmento) "Estaba yo despreocupado en un artístico jardín, junto a un arriate redondo, que resplandecía con un caos de las más magníficas flores exóticas y domésticas. Aspiré el aromático perfume y disfrutaba con los variopintos colores; pero de pronto, un feo bicharraco salió saltando desde las flores. Parecía estar hinchado de veneno, la piel transparente irisaba y se veían los intestinos retorcerse como gusanos. Era lo suficientemente grande como para inspirar temor; y a todo esto abría pinzas de cangrejo hacia todos lados alrededor de su cuerpo; ya saltaba como una rana, ya volvía a arrastrarse con asquerosa movilidad y con una incontable cantidad de pequeños pies. Me aparté con horror; pero como quería perseguirme me armé de valor; con un fuerte empujón le hice caer boca arriba, y al punto me pareció no ser más que una rana común. Me maravillé no poco, y más aún cuando de repente alguien detrás me dijo: «Es la Opinión pública y yo soy el Ingenio; tus falsos amigos, aquellas flores, ya están todas marchitas.» Me volví para ver y reconocí a una figura masculina de media estatura; las amplias formas de noble rostro eran tan elaboradas y exageradas como a menudo vemos en los bustos romanos. Un fuego amistoso resplandecía en los abiertos y claros ojos y dos grandes rizos caían extrañamente apretados sobre la atrevida frente: «Voy a renovar ante ti un viejo espectáculo —dijo—, unos jóvenes en la encrucijada. Yo mismo los engendré con la divina fantasía en horas ociosas, porque consideraba que valía la pena. Son las auténticas novelas, en número de cuatro, e inmortales como nosotros.» Miré hacia donde hacía señas y un hermoso joven apenas vestido volaba sobre la verde llanura. Estaba lejos, y sólo pude ver cómo montó a caballo y se fue con prisas, como si quisiera adelantar en su vuelo al tibio aire de la tarde y burlarse de su lentitud. Sobre la colina se mostraba un caballero con armadura completa, de figura alta y majestuosa, casi un gigante; pero la exacta corrección de su talla y de su figura, junto a la sincera amabilidad de sus miradas significativas y gestos minuciosos, le daban sin embargo una cierta elegancia patriarcal. Se inclinó hacia el sol poniente, hincó lentamente una rodilla y parecía rezar con gran devoción, con la mano derecha en el corazón y la izquierda en la frente. El joven que antes había sido tan rápido, yacía ahora muy tranquilo en la ladera y se soleaba con los últimos rayos; entonces se levantó de un salto, se desnudó, se precipitó en el río y se puso a jugar con las olas: se sumergía, volvía a aparecer, y se lanzaba de nuevo a la corriente. A lo lejos, en la oscuridad del soto, flotaba en el aire algo así como una figura con ropaje griego. «Pero sí lo es —pensé—, apenas puede ser terrenal.» Tan pálidos eran sus colores, tan oculto estaba todo en una niebla sagrada. Al mirar más detenidamente, resultó que también era un joven, pero de una especie totalmente contraria. Su alta figura apoyaba la cabeza y los brazos en una urna, sus serias miradas parecían ya buscar algo perdido en el suelo, ya preguntar algo a las pálidas estrellas, que empezaban a relucir tenuemente; un suspiro abrió sus labios, en los que flotaba una suave sonrisa. " epdlp.com |