Un almuerzo campestre (fragmento), de La propia y otros tipos y escenas costarricenses "Discutimos precio, consintiendo Kilgus en rebajarme seis reales por no poner montura, y todo quedó arreglado para que un muchacho de la caballeriza llevara el retinto a casa, a las seis, para ensillarlo. El resto de la tarde lo empleé en la compra de los víveres o provisiones que se me habían designado, y con todos ellos listos y bien envueltos regresé a casa a ocuparme del arreglo de la montura. En el cuarto de la ropa sucia, conforme me había dicho don Aquileo, y debajo de un canasto que servía de ponedero a las gallinas, estaba la tan mentada montura, cuya descripción merece párrafo aparte. Fue cuando nueva, por allá por la época de la invasión de Morazán, la silla de dominguear de mi bisabuelo don Alexo Ramírez, Teniente de Gobernación de la provincia de Costa Rica, del Nuevo Reino de Guatemala. Casi no quedaba de ella sino el fuste cola de pato, con pico descomunal, con tachuela de plata, (tachuela que se sustituyó por una miserable armella de hierro herrumbrado), con aletas retorcidas hacia adentro, abarquilladas por el peso que de años atrás venían soportando en el suelo enladrillado del cuarto que le servía de blando lecho; los lomillos habían pasado a mejor vida y no tenía una "arción" descompuesto como don Aquileo aseguraba, sino que carecía completamente de ella, pero arrancada de a raíz, sin correa ni estribo; carecía en absoluto de gurupera y la cincha, de las de dos argollas con cordelitos, estaba en sus últimos instantes, pues se conservaban enteros sólo cuatro o cinco de los veinticinco mecatillos que originalmente le daban vigor y fama. En la semioscuridad del cuarto me pareció ver que la famosa montura estaba adornada de tachuelas de plata con correitas de cuero blanco muy bien trenzadas, pero esa ilusión se desvaneció cuando la saqué a luz; las tachuelas y las correitas eran purísimas... es decir: como el canasto ponedero estaba encima, las gallinas echaban sobre la cola de pato o bien en el ancho pico, sus sabrosas siestas y de ahí todos esos bajorrelieves que hubo que raspar con un chingo de la cocina y lavar con un trapo mojado. Las hebillas no aflojaban ni para atrás ni para adelante, parecían soldadas al cuero viejo y cada esfuerzo era un nuevo rasgonazo de la correa; no hubo más remedio que cortar de cuajo la única "arción", comprar dos correas nuevas y acomodarles un par de estribos de fierro prestados por Mister Berry, el herrero de la esquina. Se suprimió la idea de gurupera y la enorme montura quedó con honores de galápago inglés, mezcla híbrida de todas las invenciones talabarterísticas del mundo, y embadurnada de unto fresco para suavizar la vaqueta, consejo de la cocinera, que le agradecí en el alma. De la cobija de aplanchar recorté cuidadosamente un mantillón de color indefinible, y un saco viejo hizo las veces de pelero. Cambié las riendas del freno por otras de sondaleza nueva, más decente que los mecates deshilachados de que estaban formadas, y con esa nueva reforma, el apero quedó listo para encajárselo al Quirós, retinto pasitrotero fino. A las seis de la mañana del siguiente día, ya estaba yo esperando a la puerta la llegada del retinto, vestido con mi mejor flux, con ancho sombrero de pita, pañuelo de seda rojo al pescuezo, camisa tigrilla de lana, faja de becerro charolado y chuspa de ante con su respectivo Smith y Weson, descompuesto y sin cápsulas, para plantear, alardeando de hombre de pelo en pecho. Dieron las seis y media y el caballo no asomaba; un sudor glacial invadía mi frente, y la congoja y la rabia hervían en mi pecho. Maldije al muchacho, al macho Kilgus y a todos los machos que vienen a comerse el pan del país y a engañar a los que como yo, estaban en un serio compromiso. Faltaría un cuarto para las siete, cuando desembocó en la esquina de la Universidad un caballo retinto conducido por un chiquillo mugriento, ambos a paso de pedir limosna: ¡era el Quirós!, retinto pasitrotero fino. No pude contener un grito de desaliento: aquel animal no tenía con la noble raza caballar más punto de contacto que el de ser cuadrúpedo, aunque con el rabo pelado al rape por la sarna o el piojillo parecía quintúpedo, si no se tiene en cuenta que la jícara le llegaba con el colgante de la jeta casi hasta los corvejones. Venía meditabundo y pensativo, con aires de filósofo de la escuela de Diógenes o de poeta de los de cuchara y escudilla; el espinazo parecía la serranía de Candelaria y desde la matadura central hasta la cruz había una cuesta capaz de competir en gradiente y gradante con la cuesta del Tablón o la trepada de los Anonos. " epdlp.com |