Patapalo (fragmento)Bartolomé Soler
Patapalo (fragmento)

"Primitivo y torpe, retrasado y limpio, bastó que Ana Paz Olmedo apuntara a Patapalo que existían mujeres con agua de lluvia para que él se sintiera hombre desde aquel instante, pareciéndole que acababan de descorrerle el velo del más bello de los secretos con que la vida se le iba revelando. Hombres y mujeres se repartían el mundo, y en cada hogar la mujer y el hombre se ayuntaban. De este ayuntamiento provenía el que año tras año se llenaran los corrales y las boyerizas, las porquerizas y los alcahaces. El hombre es simiente y la hembra es surco. Tras las palabras del ama, también a Patapalo, en la soledad de su yacija, le alcanzó la facultad de meditar. Sintió lo mismo que si la tierra acabara de abrirle un horizonte en cuya existencia no había reparado nunca. Entonces entendió y se repitió el dicho: hombre que vive sin hembra, se pierden él y la siembra. Entonces comprendió por qué, desde el primer día, Angustias no le desamparaba y le trataba con desprecios y con remilgos, y le regalaba con el mejor tasajo y le hablaba siempre de su desgracia, sin que fuera, al decir de ella, desgracia. Tampoco lo era en el entender de Patapalo. Para él, los acontecimientos desgraciados eran reducidos y se parecían siempre. Desgracia era la muerte y desgracia la suya, con su pierna de palo; desgracia la del ciego que quiso un día descaminarle llevándoselo al cobijo y a la caridad de los tejaroces leoneses; desgracia eran la cosecha perdida y el pinar incendiado, y la glosopeda que dejaba al ganado panza arriba, y el río arrasando huertos y viviendas, y el mal de ojo, los maleficios y los bebedizos. En esta sarta de malandanzas comenzaban y concluían las desgracias para Patapalo. Lo otro, lo que Angustias llamaba desgracia, lo que, según Angustias, también les había ocurrido a la Ciriaca y a la hija de Rómulo, no lo entendía ni siquiera como un accidente. Para él, las ovejas, las vacas y las yeguas enriquecían los establos, y las mujeres enriquecían los hogares. En el entendimiento suyo no habían retoñado aún las complicaciones —virginidad, honestidad y deber— con que el hombre se ha ido respaldando y confundiendo desde que huyó de las cavernas.
Con la misma simplicidad con que limitaba los accidentes desgraciados reducía también los acontecimientos delictivos. El delito, para él, se concretaba en el robo y en el crimen, en el vivir de mogollón y de garduña, como vivían sus padres, y en burlar la confianza de la su señora Ana Paz Olmedo. A estas cuatro manifestaciones de la vileza humana reducía él la capacidad delictiva del individuo. Primitivo como si aún no se hubiera emancipado de los tiempos del pedernal y la flecha, la inteligencia enjuta y el corazón intacto, no comprendía el pecado ni la desgracia de una doncella grávida, lo mismo que ignoraba que la carne naciera inmaculada; no comprendía que en el querer de hombre y mujer cupiesen tortuosidades ni extravíos, ni sabía el delito del amor adúltero, como desconocía la ruindad de la traición y el perjurio. Tanto reducía los motivos de delito y de pecado, que ignoraba que él mismo, sin pecar, pecaba. El rezo nocturno lo interpretaba como una ley impuesta por los que mandaban y acatada por los que obedecían, lo mismo que unos cabalgaban y otros ensillaban. Rezar, para él, era repetir maquinalmente lo que le enseñaron de niño para holgar y medrar, sin saber que dentro de una oración caben la redención de un alma y la rehabilitación de un cuerpo, ignorando que orar sin amar cada una de las voces litúrgicas y sin sentir la majestad de Dios en cada motivo, era pecar tanto y más que lo que pecaban los que nunca oraron. Ir a misa los domingos era darle gusto al ama y a sí mismo, sin enterarse de la trascendencia y la solemnidad del rito, y sin comprender que la voz sacerdotal era una súplica y un lamento de la tierra elevándose hacia las alturas. "



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