Arrancad las semillas, fusilad a los niños (fragmento)Kenzaburo Oe
Arrancad las semillas, fusilad a los niños (fragmento)

"Cuando empezamos a pisotear los montones de tierra como nos había dicho I, en los cuatro puntos cardinales del valle las montañas se tiñeron de un intenso color rojo oscuro; sólo el cielo del atardecer seguía iluminado por el sol sobre el silencioso pueblo. El súbito crepúsculo confirió una especie de solemnidad al trabajo de apisonar las fosas. Era algo similar a la insoportable imagen de la «muerte» que venía a visitarme sólo de noche, me hacía respirar angustiosamente y me empapaba la piel de sudor. Proseguimos nuestra tarea con renovado entusiasmo.
Por miedo a la resurrección de los muertos, los primitivos japoneses les doblaban las piernas bajo el tronco y cubrían las tumbas con pesadísimas losas de piedra. Y nosotros, temerosos de que nuestro difunto compañero surgiera de la tierra y campara a sus anchas por el pueblo donde nos habían dejado abandonados y bloqueados, pisábamos la tierra con toda la fuerza de nuestras piernas.
Y de repente, sin saber cómo ni por qué, formamos un estrecho anillo apretando nuestros cuerpos y enlazando nuestros brazos, y pisoteamos en silencio la tierra, envueltos primero por el aire fresco de la noche cada vez más cerrada, luego por las ráfagas de fría niebla que trajo consigo y, por fin, por el gélido viento invernal que la disipó. Empezaba a formarse entre nosotros, un grupo de niños perplejos, un firme lazo de unión. Bajo la delgada capa de tierra, que conservaba mejor el escaso calor del día que la niebla o nuestra piel de gallina, yacían los muertos, con las piernas muy juntas y los brazos pegados al cuerpo, con sus fríos ojos ocultos bajo sus párpados muertos, con reptantes larvas mordisqueando ya la carne entre sus muslos.
Nos asustaban igual que si fueran pájaros que echaran a volar a nuestros pies, pero estábamos más cerca de ellos que de los adultos que nos apuntaban con sus armas desde la otra ladera del valle, parapetados tras la barrera, de aquellos cobardes adultos del «exterior» que nos privaban de nuestra libertad. La noche había caído, y como no había nadie que saliera corriendo de aquellas hileras de casas muertas para llamarnos con voces cariñosas, seguimos pisoteando la tierra durante largo rato con los brazos estrechamente entrelazados.
Al día siguiente, cuando le llevé las sobras del desayuno, la niña estaba tomando el sol en los escalones de piedra delante del almacén. Por primera vez, cogió la cazuela cuando se la ofrecí, y un agradable calorcillo inundó todo mi cuerpo. Pensaba quedarme a su lado mientras desayunaba, pero pasaba el tiempo y no probaba bocado. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com