Pandemonio (fragmento)Francis Picabia
Pandemonio (fragmento)

"Cada habitación tenía su propio cuarto de baño. Cuando preparaba mis ejercicios higiénicos observé que los grifos «agua caliente» y «agua fría» vertían agua a la misma temperatura: catorce o quince grados. Llamé al steward y éste puso en mi conocimiento que la caldera sería reparada en veinticuatro horas y que entonces contaríamos con agua bien caliente, ¡a cien grados! Al cabo de un tiempo añadió que la única pega era que a partir de ese momento nos quedaríamos sin agua fría.
Renuncié a darme un baño y, tras un lavado rudimentario, bajé para unirme a mis amigos en el hall. El portero, con más galones dorados que un coronel, se acercó ceremoniosamente y me llamó por mi nombre. Llevaba el gorro en la punta de los dedos y, pude constatarlo, el pelo teñido. Me recordaba a Loïe Fuller.
Me dijo que un artista como yo sin duda apreciaría su colección y me llevó hasta una vitrina donde había un número considerable de recuerdos, ¡todos de Suiza! Tras manifestarle mi extrañeza tuvo a bien explicarme que en verano era portero en un hotel de Montreux y que, cuando partía hacia Marsella, se había equivocado y había expedido su colección estival. Para incitarme a comprar agregó: «Más que suvenires son obras de arte». Era un personaje fantástico, así que le compré un portaplumas con una vista de Interlaken, un servilletero tallado en cuerno de cabra y unas postales de Ginebra que enviaría a unas encantadoras inglesas residentes en Suiza. Después fui con mis amigos al Isnard.
En una salita de aire campestre nos sirvieron excelentes almejas y sabrosos pescados del Mediterráneo. Después de cenar decidimos acercarnos al barrio del puerto para ver una película pornográfica. La historia trataba de un sultán agasajado por diez alegres mujercitas. Aquel sultán marsellés rodeado de marsellesas complació infinitamente a un banquero americano que venía con nosotros, y lo expresó tan sonoramente que la dueña del local hizo una propuesta a la salida: «¿Le apetecería hacer de sultán un ratito?».
Los dejé con sus turquerías y volví solo al hotel. Al día siguiente pretendía salir temprano. Regresé feliz a «Berna». Al desvestirme recordé que llevaba en el bolsillo dos páginas inéditas de Lareincay. Para evitar que me las leyera opté por conocer el percal de inmediato. Era un poema.
Todas las puertas del cielo se han abierto para recibir al poeta porque sus últimos latidos son impulsos hacia Dios. París parece tener un solo corazón. Corazón capital de la capital, el único arete que mi amada lleva en el vientre. Los presentimientos suelen ser tristes y por tanto sólo queda la caridad.
Esta vez tuve la impresión de que yo mismo había escrito algunos de los versos. Doblé la hoja, la puse en la repisa de la chimenea y allí la olvidé. Era inevitable.
Corazón capital de la capital, el único arete que mi amada lleva en el vientre.
Durante toda la jornada (sobre el asfalto, sobre adoquines, cambiando un neumático reventado) me repetí aquellos versos. Acabaron por exasperarme.
Llegué a la puerta de París murmurándolos. Tuve que bajarme del coche para medir el nivel de la gasolina. Cruzado el umbral quise repetirlos, pero fui incapaz de recordar una sola palabra.
Resulta curioso, ¿no? Unos días más tarde recuperé la cadencia. Fue en el Claridge, tras un largo baño de vapor, mientras un masajista negro me masajeaba a conciencia el vientre con sus pies. Los versos salieron como sale la pintura de un tubo cuando lo aprietas:
Corazón capital de la capital, el único arete que mi amada lleva en el vientre.
Al mismo tiempo recordé que Rosine Hauteruche también debía de estar de vuelta y que sin duda me esperaba. "



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