Y que se duerma el mar (fragmento)Gustavo Martín Garzo
Y que se duerma el mar (fragmento)

"Salió al patio y vio a la hija del hortelano. Estaba abstraída, jugando con una muñeca de madera que ella misma le había regalado. Actuaba con gran delicadeza, deteniéndose cada poco para mirar a su alrededor, como si temiera despertar a alguien. Había descubierto un mundo que sólo le pertenecía a ella. María se la quedó mirando mientras pensaba en los niños repudiados de los que le habían hablado los gemelos y en el incierto destino que les aguardaba. También entre ellos, los judíos, los niños eran considerados insignificantes e ignorantes, y debían someterse a la voluntad de los adultos, eran seres sin alma. Se les castigaba brutalmente si desobedecían, y en las listas y las numeraciones se les mencionaba los últimos. Sin embargo, las mujeres seguían soñando con ellos, y aquellas que no podían tenerlos llegaban a enloquecer de vergüenza y dolor. Los ojos de María se llenaron de lágrimas al ver cómo la niña acunaba a la muñeca contra su pecho. Un pájaro pensaba en volar; una jirafa, en lo ricas que debían de estar las hojas más altas de las acacias; y las jóvenes, en tener niños alguna vez. Los recién nacidos eran hermosos como las cerezas, y si hubieran sido más pequeños las mujeres los llevarían orgullosas en las orejas para lucirse con ellos. Pero ¿por qué hacían eso, por qué los traían al mundo si sabían que cuando crecieran tendrían que sufrir? Tantas noches de insomnio, tantos desvelos, temores y sobresaltos, para que luego sacerdotes, soldados, jueces y labradores vinieran a buscarlos para obligarlos a vivir de acuerdo con sus estrictos principios. ¿No era mejor abandonarlos en el bosque, que aprendieran a vivir entre las lechuzas, escuchando el sonido del viento y viendo los tallitos verdes que despuntaban entre la turba negra, que se alimentaran de los pastos del páramo como si fueran jacas salvajes? ¿No era mejor llevarlos a un lugar secreto donde no molestasen a nadie y nadie los quisiera, y que crecieran hablando sólo de las cosas que vivían y no de lo que moría o enfermaba? ¿Era eso lo que había querido decirle Abigail, al advertirle que se anduviera con ojo, que también el niño que tendría alguna vez se lo quitarían?
¡Ah, si al menos su amiga estuviera a su lado! Pero Abigail había muerto. No hay mejor palabra que la que está por decir, solía repetirle. Pero lo cierto es que ella no paraba de hablar, y para cada cosa que pasaba tenía un consejo o una reflexión. Una tarde María se encontró con un grupo de mendigos. Caminaban en fila, por la orilla del camino, polvorientos y sucios, y al verla se pusieron a insultarla. La llamaban furcia y le exigían que abandonara el camino a causa de su defecto. La consideraban impura y tenían miedo de que les contagiara su mal. Incluso empezaron a tirarle piedras y arena. Pero pasó un centurión romano y les ordenó que la dejaran en paz. Luego se bajó del caballo y, tomándola en sus brazos, la hizo subir a su montura. Y así la llevó hasta la puerta de su casa. Al despedirse de ella le dio un medallón de plata. Se veía en él la silueta de una joven con dos palomas. Una de ellas estaba posada en su mano, y apretaba a la otra suavemente contra su pecho. Esta segunda paloma extendía su cabecita hacia la joven, que inclinaba el rostro hasta tocar su pico con los labios. "



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