Liberación (fragmento)Sandor Marai
Liberación (fragmento)

"La gente escucha ya el fragor del mundo exterior con todo su sistema nervioso, no sólo con el oído. Ahora están juntos los vecinos del edificio y los desconocidos llegados por casualidad, por ejemplo, la joven junto a Erzsébet que viste una especie de disfraz: como de vagabunda, de mujer de las afueras. Pero en su silencio, en sus gestos, en su modo de comportarse se nota que no es más que un disfraz. Los inquilinos de la casa, los antiguos moradores, nerviosos y locuaces, dan instrucciones y en sus palabras se nota que saben que esta noche sucederá algo irremediable, que no estarán allí unas pocas horas para resguardarse de las bombas «pequeñas y baratas», sino que permanecerán mucho tiempo. Todos los que están allí abajo sienten que por fin se ha hecho realidad lo que esperaban y para lo que han estado preparándose. Alguien pone en marcha un gramófono. Después la luz se apaga. Durante dos días más aún hay agua. En Nochebuena todavía tenían, al menos bajo tierra salía un chorro fino de la tubería del lavadero; Erzsébet se acuerda muy bien. En Nochebuena aún había muchas cosas: alguien puso un gramófono en el local de al lado, un coro entonó el villancico Ángel del cielo, luego escucharon piezas clásicas, con aire absorto e inspirado; más adelante habían puesto incluso discos de canciones de moda. Todos comieron mucho, e incluso las mujeres bebieron aguardiente. Ya saben que esa vida —la de ciento cuarenta personas en el sótano sobre colchones y camas plegables, junto a fogones comunes, sentadas encima de sus pertenencias que protegen con el cuerpo, contra los otros pero también contra el peligro inminente, aún lejano aunque inevitable—, esa vida de roedor, llena de parloteos y a veces de estridencias, no es una breve etapa de transición, sino la realidad para la que han estado preparándose. Y curiosamente esta situación, que hace unos días nadie hubiera imaginado en toda su magnitud, no resulta tan insoportable como habían sospechado. Ya no se distingue la noche del día, el mediodía de la madrugada: todos saben que existe aún, pero no como dos jornadas antes, cuando entre una bomba y otra aún era posible salir al aire libre mientras aguardaban lo que ahora por fin ha llegado, lo que ahora ya puede olerse y tocarse. Porque huele, ya al cabo del primer día flota un espeso, acre y rancio tufo a humanidad. Sin embargo, en aquel encierro hay un elemento tranquilizador, como en toda realidad para la que uno se conciencia durante largo tiempo y luego, cuando llega, resulta distinta de la imaginada, aunque no demasiado. Saben que eso es el asedio. El edificio aún sigue en su sitio, y algunos suben durante una hora a sus pisos. De momento, la obstinada y convulsa tendencia a robar que, al cabo de unas semanas, se ha extendido entre los habitantes de la ciudad sitiada aún se manifiesta tímidamente. Pero en los intervalos entre bombardeos algunos van a sus viviendas y luego vuelven con pequeños bultos que esconden presurosos entre las almohadas de su cobijo o en sitios más seguros. El sótano y el zaguán se llenan de sombras vacilantes, en el edificio vacío deambulan mozos que traen y llevan noticias de la calle. Ya no hay electricidad, al tercer día se acaba el agua, durante dos jornadas viven de las reservas, luego se inician las salidas apresuradas para traer agua de la fuente de una calle cercana, a las nueve de la noche o las cinco de la madrugada, en cuanto reina el silencio. "


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