Casa de campo (fragmento)José Donoso
Casa de campo (fragmento)

"En el fondo de la hoz de danzantes, cerca del horno que ardía, un nativo gigantesco armado con un punzón se colocó detrás de la mesa. Los niños, despavoridos, huyeron para trepar a la roca junto a sus padres. El gigante golpeó una vez la mesa con la palma de la mano abierta. Obedeciéndolo, se hizo silencio y cesaron los movimientos. El gigante alzó el punzón: era la señal. De los cuatro puntos cardinales aparecieron cuatro nativos ululando, que persiguieron y rodearon al cerdo con una danza que simulaba una cacería. Acorralada, la bestia se entregó a ellos junto a la mesa presidida por el gigante de punzón en alto. Izaron al cerdo entre los cuatro, uno de cada pata, dejándolo caer, vientre arriba, sobre la mesa; después de haber cumplido con sus momentáneos papeles protagónicos, los cuatro hombres se confundieron con los del semicírculo. El sol brilló un instante en el punzón alzado, y cayó, clavándose en la aorta del cerdo que emitió un menguante chillido de incomprensión y dolor, recogido por la recomenzada salmodia de los nativos, mientras la población entera remedaba los estertores agónicos del animal. Un chorro negro que le manó del cuello fue recibido por mujeres desnudas portando cuencos de barro en que salpicó la sangre manchando sus pechos: así, con los cuerpos tiznados de rojo, llevando las vasijas humeantes, cruzaron en fila la arena y se perdieron. Al cesar los estertores del cerdo, ancianos con ramas encendidas chamuscaron el pelo y la piel del animal, que el gigante iba raspando hasta dejarlo limpio, sonrosado, gordezuelo, obscenamente abierto de patas. Más nativos, armados de cuchillos y sierras, le zanjaron la panza caliente, metiendo las manos en su interior para destriparlo, alzando vísceras mojadas, intestinos sanguinolentos que de tan resbalosos parecían tener vida propia. Al ser exhibidas, el pueblo vitoreaba y las mujeres las recibían en cuencos limpios. Cesaron los vítores. Se tranquilizaron los cuerpos. El gigante alzó otra vez su mano con un hacha en alto, que dejó caer con un solo golpe limpio que cercenó la cabeza del cerdo. Las mujeres la colocaron en una bandeja, le abrieron la boca para rellenársela con una manzana, la rociaron con adobos, con hierbas, con sales, y la metieron en el horno. Toda traza del animal descuartizado desapareció de la mesa, que al instante lavaron, secaron y guardaron. ¿Hubo, en realidad, una mesa, un punzón alzado, un animal cubierto de la sangre del sacrificio? ¿No fue una alucinación?
Los nativos salmodiaban alrededor del horno que pronto comenzó a exhalar apetitosos perfumes. "



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