Los seres felices (fragmento)Marcos Giralt Torrente
Los seres felices (fragmento)

"El estoico se recrea en la renuncia. No era un escéptico. El escéptico lo es también con los otros. No era un autista. El autista carece de ternura. ¿Dónde residía, entonces, su beneficio? El mutismo y la gravedad eran su más frecuente máscara, pero no la única. No era alguien carente de amor, no lo era. Eso es lo más extraño. De pronto estallaba en imprevistas manifestaciones de cariño y en una sonrisa, en una broma, o en su mano gruesa y sudorosa cuando se posaba en la tuya, descubrías todo el sofocante peso de una sensibilidad demasiado frágil. Hablo, claro, de los primeros años, antes de que el muro mudo de mi reproche se interpusiera entre nosotros. Hablo de sus ojos devotos, hablo del miedo paralizador que veía en ellos. También en mi madre posaba su mano, también a ella le dedicaba fugaces ataques de ternura, también a ella le susurraba bromas de niño.
¿Me parezco a mi padre, es ésa la herencia que me ha transmitido además de las manos sudorosas y cierta tendencia a distraer una de ellas en la entrepierna cuando estoy en la cama? Su gravedad, su mutismo. Tengo otro recuerdo, el juego de los parecidos. Uno o dos años después de la desaparición de mi hermano pasamos quince días sin separarnos. Se puede decir que fue cuando más cerca estuvimos. A mi madre le habían descubierto un quiste y había preferido operarse fuera de Madrid, en un hospital donde trabajaba un amigo de su padre. No sé quién tuvo la idea de que los acompañara. Supongo que ella. Era la época de la enmienda, era la época del aturdimiento y la mala conciencia, era la época en la que cada uno buscaba la culpa en los ojos del otro. Mi padre y yo atendíamos a mi madre casi todo el día, pero pasábamos más horas los dos solos. Dormíamos en el mismo cuarto de hotel, desayunábamos, almorzábamos y cenábamos juntos, y cuando a mi madre le convenía descansar o se la llevaban para hacerle una prueba, compartíamos paseos por la ciudad o recorríamos los pasillos o matábamos el tiempo en la cafetería. Casi no hablábamos; en todo caso salpicábamos el silencio de breves comentarios sobre lo que llamaba nuestra atención: un cartel colgado en los muros de la clínica, un paciente de andar especialmente estrafalario, una aglomeración en la ciudad, un edificio que mi padre se detenía a contemplar. No teníamos nada de lo que reír y en el fondo temíamos que nunca lo tendríamos. Pasábamos el tiempo observándonos, midiendo lo que compartíamos. Él me observaba y yo lo observaba, y llegó un momento en que, para disimular el silencio o para alcanzar una sintonía que sin artificio nos era negada, mi padre empezó a señalar cada gesto mío en el que descubría el eco de uno suyo. El orden en el que me desnudaba o me secaba al salir de la ducha, cómo recogía en las pausas de la comida las migas desperdigadas en el mantel, el hecho de que durmiera con camiseta en lugar de pijama, que oliese los calcetines al quitármelos por la noche, la precaria organización que instauraba entre mi ropa o la economía con la que, al terminar un helado, introducía el palo en el envoltorio para tirarlos juntos a la papelera. "



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