Difuntos, extraños y volátiles (fragmento) "Juro que jamás volveré a encontrarme en esta calle. Tampoco he intentado dar con ella ni lo haré ahora: no estará allí como ese día, tal vez no exista para nadie ni aparecerá igual ante mis ojos: un callejón estrecho con olor a pan viejo, apenas tocado por el sol; paredes de galpones, algunas viviendas oscuras, ni un ruido ni una voz humana; al final, un trozo de muro sin ventanas y una puerta de metal estrecha que se abrió apenas para darle paso y permaneció cerrada por más de una hora, mientras yo aguardaba allí como cercado por un sueño tedioso que se hacía exasperante a causa de su rigidez: era espantoso que pudiera resistir tanto tiempo sin desvanecerse o cambiar. Finalmente pasó a mi lado, y aunque nuestras caras se encontraron de frente, puedo jurar que no me vio. Traía los ojos rojos y, si no me equivoco, había huellas de lágrimas en sus mejillas. En los últimos meses visité una vez su apartamento, valiéndome de una llave maestra. Efectúe un inventario minucioso de sus pertenencias, cuidándome de borrar toda posible huella. Sin embargo, no pude librarme de cometer una imprudencia incalificable: di cuerda a un reloj de cucú que presidía el recibidor. No dejo de imaginarme su sorpresa y su confusión cuando esa noche a las nueve, al ir a cumplir el rito inmancable del que estaba enterado por el ruido, apenas alcanzó a dar un par de vueltas a la llave. Nunca pudo haberse explicado lo que pasó. Al día siguiente llamaron a mi puerta, y en lugar de la gallega encarnada que me hacía la limpieza, fue ella quien apareció en el rellano. ¡El reloj!, exclamé en mis adentros e imaginé lo peor; sin embargo, sólo pretendía enredarme como suscriptor de El Centinela y Heraldo de la Salud, una revista que me causó horror a causa de su pavorosa frialdad. Me excusé cortésmente y aun rehusé recibir el ejemplar gratuito que me ofrecía. (Su voz diminuta y chillona, no por ello desagradable, se teñía, en ciertas inflexiones, de un descolorido acento centroeuropeo). "Está bien, señor”, fueron sus últimas palabras y en ese instante comprendí que tenía que matarla. Ella pareció comprender y me autorizó por medio de una sonrisa dulce y resignada de modesta complicidad. Este gesto, que en el momento me pareció perfectamente legítimo, borró en mí todo posible resabio de remordimiento. " epdlp.com |