El nuevo París (fragmento) Goethe
El nuevo París (fragmento)

"Se deslizaron despacio, trepando por mis dedos, y cuando quise agarrarlas, para atrapar al menos a una de ellas, volaban ya lejos y en las alturas, de modo que me quedé con las ganas, allí de pie, sorprendido y petrificado, con las manos aún levantadas, contemplando mis dedos como si hubiera en ellos algo que ver. Y de pronto descubrí, bailando sobre la punta de mis dedos, a una muchachita encantadora, más pequeña que aquellas otras, pero absolutamente adorable y vivaracha; y puesto que no se alejó volando como las otras, sino que se quedó, sin dejar de bailar tan pronto en la punta de un dedo como en la punta de otro, seguí mirándola durante un buen rato. Y como me gustaba tanto, creí que a ella sí podría atraparla y pensé que bastaría alargar la mano con suficiente habilidad; sólo que justo en ese momento recibí tal golpe en la cabeza que caí al suelo aturdido y no desperté del todo de mi aturdimiento hasta que llegó el momento de vestirme para ir a la iglesia.
Durante el servicio religioso recordé aquellas imágenes muchas veces; también sentado a la mesa de mis abuelos, donde comí a mediodía. Por la tarde decidí visitar a algunos amigos, en parte para lucirme con mi traje nuevo, el sombrero bajo el brazo y la espada al costado, y en parte porque les debía una visita. No encontré a nadie en casa, y al enterarme de que andaban por los jardines, pensé en imitarles y pasar así una tarde entretenida.
Mis pasos me llevaron hasta el camino de ronda, y llegué a las proximidades del lugar al que se llama con razón el «mal muro»: estar allí produce siempre cierta inquietud. Anduve entonces más despacio y pensé en mis tres diosas, pero sobre todo en la pequeña ninfa, y de vez en cuando levantaba mis dedos, con la esperanza de que tuviera de nuevo la bondad de hacer equilibrios sobre ellos.
Perdido en estos pensamientos mientras seguía avanzando, descubrí a mi izquierda, en el muro, una puertecilla, que no recordaba haber visto jamás. Parecía tener poca altura, aunque el arco que la coronaba habría permitido pasar al más alto de los hombres. El arco y los lados habían sido trabajados por el picapedrero y por el escultor con la mayor finura, pero fue la propia puerta la que llamó toda mi atención. La vieja madera oscura, apenas decorada, tenía unos anchos refuerzos de bronce, trabajados con relieves y con grabados, con hojas en las que se posaban los pájaros como si fueran de verdad, y que no me cansaba de admirar. Sin embargo, lo que me pareció más sorprendente era que no se veía cerradura alguna, ni un picaporte ni nada para llamar, por lo que supuse que esa puerta sólo se abría desde dentro.
No me había equivocado: cuando me acerqué para palpar sus adornos, se abrió hacia dentro y apareció un hombre vestido con ropas largas, amplias y exóticas. Además, oscurecía su cara una venerable barba, por lo que pensé que debía de ser judío. Pero él, como si hubiera adivinado mis pensamientos, hizo la señal de la cruz, con lo que me daba a entender que era un buen cristiano católico. "



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