Un alma valerosa (fragmento)Fred Uhlman
Un alma valerosa (fragmento)

"¿Te acuerdas del aparato favorito de Max Músculos, la barra fija, en la que sobresalía?
Era maravillosamente bueno, tan bueno —aunque, por supuesto, de un modo distinto— como el mayor malabarista que yo haya visto nunca, Rastelli. Con qué facilidad actuaba; se encaramaba a la barra, reposaba sobre ella, después extendía una mano y empezaba a balancearse alrededor del aparato con la otra, cada vez más deprisa, para de pronto soltarse y, volando por los aires, aterrizar en el suelo produciendo un sordo ruidito; era algo maravilloso sin más. Debió de exigirle años de entrenamiento. Max Músculos quizá no fuera muy espabilado, pero en su trabajo como profesor de gimnasia era un fuera de serie.
¿Te acuerdas de que Max Músculos solía elegir a un muchacho al que considerara excepcionalmente capacitado y valiente —y hacía falta valor— para mostrar al resto de la clase lo que podía hacerse y lo que debían hacer, y que aquella vez te escogió a ti, y no a Eisemann, el más fuerte (aunque era un matón), que normalmente era su primer candidato?
Ignoro por qué, pero empecé a temblar y tiritar. Te vi, a ti, un chico bajito y esbelto, avanzando derecho hacia la barra, que se levantaba a casi dos metros del suelo y quedándote debajo, casi en posición de firmes, la mirada levantada hacia la barra, para luego saltar sobre el aparato, como Max Músculos había hecho, colocarte sobre él con los brazos extendidos y aguardar.
Lo más extraordinario sucedió en ese momento: me miraste fijamente a los ojos. No creo equivocarme. Me miraste fijamente a los ojos y yo miré a los tuyos y quise rezar por ti, y te amé. Sólo puedo decir sinceramente que nunca he sentido tanto miedo en toda mi vida (ni siquiera cuando, en una cacería, me topé de manera inesperada con una peligrosa valla coronada por alambre de espino) como cuando te vi aguardando y mirándome a los ojos, que yo quería cerrar, pero no podía, pues tenía que mirarte: primero balancearte poco a poco, luego más deprisa —como una rueda de santa Catalina— hasta soltarte y volar por los aires para aterrizar sobre tus pies.
Quise aplaudir, dar hurras, darte una palmada en el hombro, ¡pero no me atreví! Mi buena educación, mi autocontrol, pesaban demasiado sobre mí. Por supuesto, no estuviste tan bien como Max Músculos, ¿quién hubiera sido capaz? Pero fue maravilloso para un muchacho de dieciséis años. Fue tan elegante como un duelo de esgrima. Brillante.
Más tarde hablé con los «von» e incluso ellos estuvieron de acuerdo en que aquello estuvo condenadamente bien para tratarse de un judío, pues, dijeron, como raza, los judíos suelen ser cobardes. Incluso Schulz, el chico más repulsivo de la clase, hijo de un clérigo pobre y destinado a ser párroco, reconoció a regañadientes que «había estado bastante bien para un judío».
Por lo que a mí se refería, no me importaba lo más mínimo que fueras judío o hindú, negro, verde o blanco; todo lo que quería era hablar contigo y ser tu amigo. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com