Una belleza convulsa (fragmento)José Manuel Fajardo
Una belleza convulsa (fragmento)

"Las horas se me iban sentado ante el ordenador, fascinado por la manera en que las vidas del narrador de la novela y de su esquivo amigo se poblaban de encuentros que parecían regidos por un azar caprichoso y, sin embargo, significativo, como si la tupida red de casualidades y paradojas que envolvía sus existencias guardara algún oculto significado que tanto el lector como el escritor buscaban en vano. «Como la vida misma», pensaba sentenciosamente.
Cuando los ojos empezaban a dolerme y la fatiga hacía que el sentido del texto en inglés se me volviera intraducible, salía a dar un largo paseo hasta la playa de Ereaga, en la desembocadura de la ría. Descendía primero hasta la vecina Leioa, hacía una parada en el quiosco de Rosa y José Ramón para comprar los periódicos del día, que a esas horas de la tarde parecían haberse desprendido de la agresiva urgencia de la mañana, y me encaminaba hacia la avenida Iparraguirre, bajo la que rugía el túnel de la autovía que viene de Bilbao y llega hasta la costa. A aquella misma avenida acudía ocasionalmente algunos miércoles a las siete de la tarde para participar en la concentración semanal que las organizaciones pacifistas del pueblo convocaban con el propósito de reclamar la liberación de Ortega Lara, un funcionario de prisiones que llevaba más de un año secuestrado por ETA. Y cada miércoles, a esa misma hora y en ese mismo lugar, un grupo de simpatizantes de la organización terrorista se concentraba enfrente de nosotros para apoyar a los criminales encarcelados, quienes eran presentados, en los carteles que portaban y en los gritos que nos dirigían, como víctimas en vez de verdugos mientras a nosotros se nos tildaba de asesinos. Aquellas concentraciones sólo duraban quince minutos, pero había una tensión en el aire que casi se podía tocar. De un lado, los pacifistas reunidos en silencio en torno a una escueta pancarta que pedía la paz; del otro, el vociferante grupo de los proetarras, cuyos miembros desplegaban pancartas, lanzaban continuas y amenazadoras proclamas por unos altavoces que instalaban delante y portaban fotografías de algunos de los terroristas presos. Eran quince minutos que me llenaban de angustia y desasosiego, hasta el punto de que muchos miércoles no acudía a la cita y cuando lo hacía era empujado por la piedad y el horror que me producía pensar en la terrible suerte que corría el secuestrado Ortega Lara, aunque nunca se me pasó por la imaginación que un día pudiera verme en trance semejante al suyo, condenado a una muerte en vida que entonces sólo podía conjeturar pero cuya realidad, como desdichadamente había terminado por descubrir, superaba con creces a la peor de mis fantasías. "



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