Las mujeres de Adriano (fragmento) "Viví con todas ellas a intervalos, sin agobiarnos con las obligaciones de las parejas. Encontramos la manera de acomodarnos a la pluralidad de nuestras vidas. Todas se fueron otra vez, tuvieron otros hombres, los quisieron, los engañaron con otros, entre ellos yo. Pero todas volvieron a mí, como yo a ellas. Las acepté como un destino gozoso, como la prueba de una vida no estéril. Ellas terminaron asumiéndome a mí, supongo, como a un mendigo sentimental (una especialidad femenina: recoger indigentes sentimentales). Yo fui su refugio amoroso contra el fracaso de otros frentes, y una solución económica en momentos difíciles de la adversa fortuna. Las amaba a todas al punto de seguirlas queriendo mientras las veía envejecer, cada vez más viejas en sus cuerpos, pero no en mis recuerdos. Estaban libres del tedio y de la rutina. Y en este sentido, libres de mi desamor. Envejecimos juntos en la clandestinidad que fue una condena y una gloria. En los últimos años, todo lo que había existido entre nosotros sucedió de nuevo. María Angélica reincidió en Galio y salió huyendo de él por tercera vez. Se dejó tentar después, visto que nunca viviría conmigo, por la oferta de ser la segunda encargada de la gran biblioteca latinoamericana de la Universidad de Texas. Detrás de su pasión por los libros, en el orden sereno de las bibliotecas, sospeché la presencia de un hombre. Lo hubo en la figura de un antropólogo más joven que yo, que resultó la antípoda de Galio: tan imposible de aguantar por su índole apacible como Galio lo había sido por su fuego mercurial. Antes, durante y después de aquella nueva elección de pareja, María Angélica vino con frecuencia a arreglar asuntos. Nos veíamos, reincidíamos, me contaba las razones de su viaje. Yo solía descubrir, no sin vanidad, que la mayor parte de sus razones inaplazables para viajar podían resumirse en la razón de vernos. Ana Segovia regresó con su marido buscando estabilidad para sus hijos. Admitió su propia pasión por el orden y la certidumbre, ella que había cultivado las anarquías de su temperamento como un asunto de honor. Me dio una explicación trágica de su decisión de volver al matrimonio. Dos años atrás, donando sangre para su padre anciano, la descubrieron portadora del virus de la hepatitis C, recogido años antes en otra transfusión. Salvo algún indicio de fatiga, no había nada en ella que anunciara aquella dolencia asintomática, un mal sin cura que carecía de síntomas, hasta que, una vez desatado, mataba en lapsos breves. "Como te dije, soy una mercancía dañada", recordó Ana. "Y he llegado a la conclusión de que quienes deben hacerse cargo de esas cosas son los maridos, porque los maridos, andando el tiempo, para eso son. La verdadera ayuda que necesito de ti es que no me odies por esto. Y, si es posible, que me sigas queriendo." La seguí queriendo, desde luego. A mi edad, fui su amante adúltero y clandestino, condición que estimuló mi inmodestia tanto como la imaginación de Ana. Por lo que hace a Regina Grediaga, vivió bajo mi protección todo el tiempo que su marido quiso someterla por escasez. Agradecieron mi intromisión sus hijos, a quienes conocí en sus visitas. Gocé aquel patronazgo porque me convertía por fin en el amor central de Regina: la pareja sentimental y la solución práctica de su vida. Finalmente, el marido de Regina aceptó la situación, fondeó los gastos de Regina a cambio de que cada año pasaran con sus hijos una vacación de invierno larga y una corta de verano. Regina y yo tuvimos la mejor de nuestras temporadas juntos, la década de nuestros años sesenta. Esos años me hicieron ver cumplidos mis sueños adolescentes con la mujer adulta de mis sueños y convirtieron a Regina en una mujer vanidosa, presumida, aristocrática, que luchaba contra su edad haciendo planes de muchacha. " epdlp.com |