La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad (fragmento) "Resulta evidente que lo que ha sucedido no podría haberlo predicho ni evitado ningún ser humano. Hace unos diez días, Benson (mi doncella) se presentó ante mí con cara larga y me dijo: «Disculpe, señora, pero ¿sabía usted que la casa está encantada?». Y yo me quedé de piedra, pues ya recordarás lo cobarde que soy. Solo contesté: «¡Por todos los santos! ¡Claro que no! ¿Lo está?». «Bueno, señora, estoy bastante segura de que así es», respondió ella, con una cara tan animada como la de un enterrador. Entonces me contó que la cocinera había ido a hacer un encargo a una tienda del barrio y que, cuando le dio al tendero la dirección a la que tenía que enviar las cosas, el hombre la miró con una sonrisa de lo más peculiar y le dijo: «Con que el n.º 32 de X Street, ¿eh? Hmm… Me pregunto cuánto tiempo aguantarán ustedes… Los últimos solo resistieron un par de semanas». La cara que puso el hombre era tan rara que ella le preguntó a qué venía aquello, pero al parecer el tendero se limitó a decir: «¡Oh, por nada! Es solo que la gente nunca se queda mucho tiempo en el nº 32». Explicó luego que conocía inquilinos que habían entrado un día y salido al siguiente, y que durante los últimos cuatro años no sabía de nadie que hubiese permanecido en la casa más de un mes. A ella la alarmó tanto esta información que, como es natural, quiso saber de inmediato el motivo, pero él se negó en rotundo a darle más explicaciones, alegando que si no lo había descubierto ya por sí misma era mejor que se olvidara de ello, ya que conocerlo solo conseguiría asustarla sin remedio. Ella insistió e insistió, pero lo único que consiguió sacarle es que la casa tenía una fama tan espantosa que los dueños se contentaban con alquilarla por dos perras. Tú sabes cuán firmemente creo en las apariciones y el inmenso pavor que les tengo… Dame cualquier cosa material, tangible, que pueda coger con las manos —cualquier cosa de la misma fibra, sangre y hueso que yo— y seré capaz, creo, de enfrentarme a ella con valentía, pero solo pensar en verme cara a cara con «los muertos incorpóreos» me provoca vértigos. En cuanto Henry entró por la puerta, corrí hasta él y se lo conté todo, pero él desechó la historia con un simple ¡bah!, se rió de mí y preguntó si íbamos a renunciar a la casa más bonita de Londres en plena temporada solo porque un tendero había dicho que tenía mala fama. A su parecer, la mayoría de las cosas buenas que han existido en este mundo tuvieron mala fama en su día, y añadió que además estaba seguro de que, probablemente, el hombre escondía algún motivo para minar la reputación de la casa, como que algún amigo suyo ambicionara su delicioso emplazamiento y bajo alquiler. Se burló de tal forma de mis «temores infantiles», así los llamó, que yo acabé sintiéndome medio avergonzada, aunque no me quedé del todo tranquila. Luego llegó la acostumbrada tromba de compromisos londinenses, durante la cual una no tiene tiempo de pensar en otra cosa salvo en cómo hablar, actuar y pensar a cada instante. " epdlp.com |