Carne apaleada (fragmento)Inés Palou
Carne apaleada (fragmento)

"La directora, el Gran Inquisidor, se hallaba abajo con dos monjas más. Estábamos perdidas. Mariana me soltó y yo empecé a bajar. Ella me siguió.
Una vez abajo, nos cogieron a las dos y, casi sin darnos cuenta, nos encontramos encerradas en una celda. Las dos juntas otra vez. Mariana se reía. Yo no sabía qué hacer. Estaba amedrentada. Miedo de estar encerrada con ella. Mariana era una loca. Una loca peligrosa.
Pasaron las horas, muchas horas, y tuve que pasarlas cantando con Mariana aquello de la sangre y de la lucha... No me quedó otro remedio. Era la única forma de que se calmara.
Por la noche nos sacaron. A Mariana se la llevaron al hospital o no sé dónde. Nunca más supimos de ella.
A mí me hicieron comparecer ante la Junta de Régimen, a dar explicaciones de por qué estaba en lo alto de la reja del dormitorio, arengando a las reclusas e incitándolas, con cantos subversivos, a que se sublevasen...
Intenté explicar la verdad. Que subí para que Mariana bajara. Que aquello de la sangre y la lucha era cosa ocasional... Ni me hicieron caso.
Me dijeron que vigilara mucho, que me la podía cargar. Que harían un parte y que como estaba ya penada y tenía que ir a Alcalá, no me convenía llegar allí con cargos en el expediente... En fin, amenazas, coacciones, y nadie quiso creer la verdad. Al fin, se resolvió la cosa medianamente bien. La superiora dijo que sí, que podía ser verdad aquello de subir a buscar a Mariana, porque yo me había creído que estaba allí para redimir a las desgraciadas; a Senta, que era una degenerada; a Michelle, que era una loca, y a Françoise, «la heterosexual...»; que a mí no me convenían partes, porque era rebelde por naturaleza, sino palos, dureza... para que me diera cuenta de dónde estaba...
No me hicieron ningún parte. Me castigaron a fregoteo. A fregar largos pasillos, largos y anchos pasillos. De rodillas. Horas y horas.
Cuando terminaba cada día, me dolían las manos. Mis pobres manos. Y las rodillas se me habían puesto coloradas, casi abiertas, de un color rojizo que en nada se parecía a los colores que arrebolaban a Asunción, aquella manchega de apetitosas carnes y que tenía el cogote ancho como un frontón...
Una tarde, cuando me encontraba de rodillas fregando, se me acercó Senta. "



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