La historia de Salomé (fragmento)Amelia Edwards
La historia de Salomé (fragmento)

"Tras cruzar la baja arcada que conduce a Le Mercerie, nos sumergimos al instante en ese fresco laberinto de calles estrechas, intricadas y pintorescas donde nunca penetra el sol, donde no se escucha sonido de ruedas ni hay bestia de carga a la vista, donde como en un bazar oriental cada casa es una tienda y cada fachada comercial una gran ventana abierta, donde los balcones de los pisos superiores casi parecen tocarse en lo alto, separados tan solo por una estrecha franja de cielo abrasador, y donde en ningún punto pueden caminar más de tres personas en paralelo. Después de abrirnos paso como buenamente pudimos entre la muchedumbre variopinta que pasa allí los días charlataneando, regateando, comprando, vendiendo y trajinando, llegamos por fin a una tienda de venta de productos importados de Oriente. Unos pocos tarros de cristal llenos de especias y algún que otro artículo más ocupaban de forma desastrada el mostrador que daba a la calle, pero, el interior, por oscuro y estrecho que pareciera, estaba abarrotado de las más valiosas mercancías. Estuches de preciosas joyas orientales, bordados y orlas de oro macizo y plata de ley, cotizadísimas drogas y especias, exquisitos juguetes de filigrana, milagros de la talla en marfil, en madera de sándalo y en ámbar, yataganes enjoyados, cimitarras ceremoniales incrustadas con «perlas y oro bárbaros», fardos de mantones de Cachemira, sedas de la China, muselinas de la India, gasas y demás llenaban cada pulgada de espacio disponible entre el suelo y el techo dejando libres tan solo un estrecho pasillo desde la puerta al mostrador y un pasadizo más angosto si cabe que brindaba acceso a las estancias de la trastienda.
Entramos. Una joven que leía sentada en un asiento bajo detrás del mostrador dejó a un lado su libro y se levantó muy despacio. Iba toda vestida de negro. Me siento incapaz de describir el estilo de sus vestiduras. Solo sé que caían sobre su figura formando largos y suaves pliegues drapeados que dejaban a la vista tiras de fina batista a la altura de la garganta y en las muñecas, y que, por elegante y fuera de lo común que resultara este vestido, apenas me fijé en él, pues quedé de inmediato prendado de su belleza.
Y es que realmente era muy hermosa; hermosa de una forma que no había imaginado. Coventry Turnour, a pesar de su entusiasmo, no le había hecho justicia. Me había contado mil maravillas de sus ojos, de sus grandes, lustrosos y melancólicos ojos, de la transparente palidez de su piel, de la impecable delicadeza de sus rasgos, pero no me había preparado para la involuntaria dignidad, la perfecta nobleza y el refinamiento que perneaban cada una de sus miradas y de sus gestos. Mi amigo le pidió que le enseñara un brazalete que había estado viendo el día antes. Ella —orgullosa, majestuosa, callada— abrió el estuche donde lo tenía guardado bajo llave y lo depositó sobre el mostrador. Él pidió permiso para acercarlo a la luz. Ella inclinó la cabeza, pero sin pronunciar palabra. Era como si nos estuviese atendiendo una joven emperatriz. "



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