Caída libre (fragmento)William Golding
Caída libre (fragmento)

"Era la imagen de la mujer traicionada, de la inocencia ultrajada e indefensa. A esta distancia en el tiempo me siento lo suficientemente cínico o lo suficientemente alejado como para cuestionar el temblor de su barbilla. ¿Estaba siendo operística otra vez? No puedo creer que tuviese los recursos emocionales para hacerlo. Era sincera. Estaba desvalida y aterrada. Me abrazaba con una fuerza penosa como si pudiera retener físicamente lo que emocionalmente se le escapaba. Entonces me familiaricé con las lágrimas; entonces, si hubiese sido lo bastante brutal, habría podido sentirme desquitado por la angustiosa «calma» de mis días escolares; entonces vi la quinta esencia de la tristeza colgada con la densidad de la miel de unas pestañas o cayendo fulminada a lo largo de una mejilla como un signo de exclamación al principio de una frase española. Entre visita y visita a mi habitación y cuando las exigencias de sus estudios le hacían imposible venir a verme, seguía mi vieja costumbre: comenzó a escribirme cartas. Eran elaboradas en sus quejas. ¿Qué pasaba? ¿Qué había hecho ella? ¿Qué podía hacer? ¿Ya no la amaba?
Un día estaba paseando por un camino en el campo y llegué a la carretera. Pude ver entonces qué era lo que producía ese ruido. Un coche había atropellado a un gato y le había quitado cinco de sus siete vidas y el pobre bicho horrible se alejaba arrastrándose y chillando y exigiendo que lo mataran; y me marché corriendo, los dedos en los oídos, hasta que me quité de la mente al bicho agonizante y pude de nuevo jugar a suponer, a imaginarme cuando fuese rico. Porque, después de todo, en este universo limitado, decía yo, en el que nada es seguro sino mi propia existencia, lo que hay que cuidar es la tranquilidad y el placer de este sultán. Por eso el nervio expuesto del monóculo, del homúnculo; el potro de tortura lo es todo; es la razón de que cazase a Beatrice. En la imagen curiosa y semiolvidada de Beatrice en la plataforma, delante del puente renacentista, no vi nada, sino el poder del autoengaño de la mente. Sin duda no había luz en su rostro. Tenía manchas bajo la piel si se buscaban, y bajo el rabillo de los ojos un pequeño triángulo de oscuridad que hablaba de largas noches. El único poder que le quedaba era el de acusadora, el del esqueleto en el armario, y en este universo limitado nos resulta sencillo pagar por eso. "



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