La tumba del famoso poeta (fragmento), de Érase una vez "Me despierto en plena oscuridad. Recuerdo dónde estoy. Él sigue a mi lado, pero no parece estar bajo las mantas sino envuelto en la colcha. Salgo sigilosamente de la cama, voy a tientas hasta la ventana y abro uno de los postigos de madera. Fuera está casi tan oscuro como dentro, no hay farolas, pero forzando mucho la vista logro ver la hora: son las dos de la madrugada. He dormido mis ocho horas y mi cuerpo cree que ya es hora de desayunar. Reparo en que sigo vestida, me desnudo y vuelvo a la cama, pero mi estómago no está dispuesto a dejarme dormir. Titubeo, pero pienso que no voy a molestarlo demasiado y enciendo la lamparilla de noche. En el tocador hay una arrugada bolsa de papel; dentro hay una tarta galesa, un suave y blanco bizcocho con pasas. La compré ayer cerca de la estación de tren, preguntando en las panaderías atestadas de bollos ingleses y repostería francesa, vagando por las calles en una estúpida caza de color local que casi nos hace perder el autocar. En realidad compré dos tartas. Ayer me comí la mía y ésta es la suya, pero me da igual. La saco de la bolsa y la devoro. Me veo extrañamente hinchada en el espejo, como si me hubiese ahogado, con cárdenas ojeras y desgreñada como una muñeca de segunda mano; tengo una cicatriz que surca en diagonal la mejilla del lado del que he dormido. Eso es lo que pasa. Calculo las semanas, los meses, que tardaré en recuperarme. Aire fresco, buena alimentación y mucho sol. Tenemos muy poco tiempo y él no hace sino seguir acostado, hecho un ovillo, no mueve un músculo. Pienso en despertarlo, quiero hacer el amor, quiero todo el que quede, porque queda muy poco. Pienso en lo que hará cuando yo haya terminado y no lo puedo soportar; quizá debería matarlo, es una idea novelesca, muy melodramática. Pese a ello, miro alrededor de la habitación en busca de un instrumento contundente; no hay más que la lámpara de la mesita de noche, una grotesca ninfa de los bosques con tetas metálicas y una bombilla que emerge de su cabeza. No podría matar a nadie con eso. De modo que, en lugar de ello, opto por cepillarme los dientes, preguntándome si descubrirá alguna vez lo cerca que ha estado de ser asesinado, resuelta —eso sí— a no volver a plantar jamás flores para él, a no volver nunca, y me deslizo entre los gélidos surcos y los cráteres del lecho. Quisiera ver amanecer, pero el sueño me vence y me lo pierdo. " epdlp.com |