La mujer de otro (fragmento)Torcuato Luca de Tena
La mujer de otro (fragmento)

"Le obligó a que se sentara bajo los porches del recibidor, mientras ella iba a ocuparse en arreglar lo que hubiera menester. Al poco rato, la vio pasar con dos postulantas negras. Las morenas iban con batas azules de manga larga y abotonadas hasta el cuello, y transportaban toallas, sábanas y un florero minúsculo con guisantes de olor. El pelo lo llevaban recogido bajo un saco ceñido, de tela azul, medio boina, medio cofia, parecido a un gorro frigio.
Cuando la Madre María José llegó a las Misiones como postulanta era casi una niña, y Moscoso un veterano de la región. Moscoso pensaba que era un dislate que una criatura tan delicada, tan bella, se encerrara dentro de la bata azul de postulanta. Moscoso nunca consideró tan absurdo el saco de tela azul -medio cofia medio boina-, semejante a un gorro frigio, como cuando lo vio sobre el cabello de la que años más tarde sería la Madre María José. Moscoso no creía que hubiera vocación ni caridad que justificara el que esa criatura dejara su casa, su país y sus padres para desborricar negros, deslendrar negros o extirpar dientes, amígdalas o apéndices de negros. Moscoso aplaudía que esto lo hicieran otras u otros -centenares de otras u otros-, pero no la Madre María José. A Moscoso le asombraba que fuera más alegre que unas Pascuas. A Moscoso le espantaba saber que lo mismo estaba en el hospital extirpando un cáncer, que en la escuela explicando geografía, que en la iglesia dirigiendo un coro, que en la cocina fregando platos, que en la residencia recibiendo huéspedes, que en la carretera conduciendo un jeep, que en Santa Ana mendigando dinero, que en el puerto despidiendo monjas, que en los poblados haciendo de partera, que en las calles dirigiendo el tráfico, que en la capilla entregada a Dios. A Moscoso le irritaba, le edificaba, le entristecía y le conmovía la juventud, la belleza y la caridad de la Madre María José. Moscoso era un raro.
[...]
El coro de los negros era entusiasta y detestable; el de las monjitas, dulzón, cadencioso y desafinado.
Al oír los coros, Moscoso no sintió el estremecimiento anunciado por la Madre María José, ni el menor interés ante la talla de Santa Teresa: sintió algo así como un viejo, olvidado, amargo y dulcísimo clamor que se le derramaba en el alma; un renacer de su infancia y su adolescencia bajo sus canas, un impulso tranquilo de entregarse y arroparse en el misterio, y -a pesar de sus años- un imperioso y consolador deseo de llorar.
Cuando hubo concluido la sagrada ceremonia y los fieles abandonaron la iglesia, Moscoso permaneció mucho rato aún, sentado en su banco -hundida la cabeza en el pecho, los hombros encogidos-, sin pensar en nada quizá. "



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