Los albigenses (fragmento)Charles Robert Maturin
Los albigenses (fragmento)

"Ahora debemos seguir al obispo de Toulouse, que algún tiempo antes de este episodio se había puesto en camino con sus prisioneros hacia el palacio episcopal, o castillo, que poseía en la vecindad de Beaucaire, y consideraba a las cautivas que llevaba como «saetas en las manos del gigante».
Hacía tiempo que había dejado su palacio de Toulouse —ya que esa ciudad era a la sazón nido de albigenses—, y fortificado su residencia episcopal de Beaucaire, al extremo de que semejaba el baluarte de un barón saqueador, más que la morada de un pacífico eclesiástico. Geneviève, que sabía tan poco de los que la conducían como de su propio destino, abrigaba una débil esperanza, un atisbo de consuelo, con la presencia del diácono, prisionero como ella. Sin embargo, no iba a poder gozar de ese consuelo. El diácono, coartado y avergonzado por su presencia, evitaba hablar con ella; pero al calentársele el genio ante ciertas pullas de la comitiva del obispo, replicó con tan cáustica acritud y fluida virulencia que lo amenazaron con amordazarlo para que fuese callado el resto del viaje.
[...]
El crucero, consciente de que era vana toda protesta, transmitió la decisión del obispo a su séquito, que se dispuso a cumplirla. Se apagaba ya el breve crepúsculo de este día otoñal cuando se internaron en el inmenso bosque que entonces llegaba a los aledaños de Beaucaire. La estación había empezado inusitadamente fría; las montañas estaban cubiertas de nieve; incluso en esta región benigna, una intensa helada hacía crujir el sendero que, espesamente cubierto de hojas, serpeaba bajo las ramas peladas de los árboles. Había luna, pero su claridad sólo hacía más visible y desolada la desnudez de las ramas. Nada más adentrarse por él, oyeron un aullido espantoso y distante. "



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