Diana cazadora (fragmento) "Los congresistas le interesaban mucho, sobre todo el vejete y su solitario, esa joya preciosa que faltaba en su colección y que pensaba transformar en pulsera. Pero en esos momentos no estaba para congresistas: herida en su orgullo, no podía pensar sino en Fernando, cuya fuga la llenaba de Soberbia. No lo quería, ni lo había querido nunca, ni en la primera época de sus amores, cuando él la cubría de oro. La caída del muchacho le inspiró lástima los primeros días, más tarde le volvió desprecios por cariño, luego lo cubrió de escarnio con sus sarcasmos brutales, y últimamente le causaba un asco invencible aquel esqueleto ambulante, de manos sudosas, de piel enjuta, de ojos tristes y respiración infecta y ardorosa. La víspera lo hubiera arrojado de su casa como a un mendigo; ahora no se le antojaba soportar que se lo arrebataran sin arrancarle la última de sus ilusiones, sin ser la causa de su postrer dolor y la dueña de su último real. Se sentía atenaceada por la ira, rabiosa como un perro cuando le quitan el hueso que roe después de comerse la carne. Soñaba con Fernando, lo deseaba, lo quería tener cerca para humillarlo, para verlo de rodillas, aunque tuviera que botarlo en seguida. Arrebatada como una histérica, iba azotándose por la calle presa de raros estremecimientos lúbricos, y en medio de su fiebre no veía al adolescente enfermizo sino al joven nervioso y sensual de otro tiempo que la dominaba con sus caricias, que le infundía el calor de su cuerpo, que la embriagaba con sus besos largos, quemantes abiertos... Le hubiera dejado unos días su alhaja de perlas, y hubiera diferido el asalto a la fortuna de Alejandro, con tal de no verse vencida por éste, con tal de sacar triunfante su orgullo y retener a Fernando, que era suyo y de nadie más... A la media cuadra tuvo que regresar: había olvidado el dinero. Entró precipitadamente, tiró un cajón del armario y tomó un ridículo bolso de cuero negro, pendiente de una cadena plateada que se envolvió dentro diez billetes de a peso y uno nuevo de a cinco en la muñeca, después de cerciorarse de que había duros. Al salir de prisa sonaron las cuatro y oyó claramente el pito del tren de la Sabana. -Si se había de ir hoy, ya se fue -pensó-. No importa. Ese va a dar fijamente a la hacienda del hermano. La cuestión está en que el tal Alejandro no haya ido a sacarlo o el sinvergüenza del Antonio Velarde, siempre metiendo el hocico. Echó hacia la casa de Alejandro, situada por la calle de San Miguel, a ver qué podía averiguar para no errar el golpe que meditaba. No fue necesario en una esquina encontró a Pelusa y lo extrajo de un corrillo. " epdlp.com |