Deseo criminal (fragmento)Ruth Rendell
Deseo criminal (fragmento)

"Harriet no se sentía capaz de demorar el asunto por segunda vez. Teddy midió una pared, retrocedió unos pasos, midió otra, examinó las puertas de la vitrina de la porcelana y los paneles que revestían las paredes, asintió y guardó la cinta métrica.
No le había gustado que la mujer lo tocara. De hecho, le habría gustado agarrar esa mano parda, arrugada y de uñas rojas y alejarla de sí con brusquedad. Sin embargo, quería aquel trabajo. La siguió hasta la escalera que subía al primer piso, deteniéndose por el camino para contemplar los cuadros y la vista de que se disfrutaba desde una bonita ventana arqueada. En la primera planta sólo había dos dormitorios y un baño; Teddy había esperado más habitaciones, pero el dormitorio principal era enorme, con una magnífica cama con dosel, sábanas de seda blanca, velos de gasa también blanca y en el techo un fresco de ninfas, dioses y un toro blanco con una guirnalda de flores en los cuernos.
Uno podía sentarse en la cama y mirarse en el ornamentado espejo curvo del tocador blanco. Francine podría hacerlo. Todo el mundo, a excepción de Francine, quedaría empequeñecido en aquella casa. Para Francine sería el marco perfecto, y Teddy la imaginó desnuda en la cama, luciendo tan sólo su larga melena negra y el anillo que él le colocaría en el dedo. Jamás había visto a una chica desnuda al natural, sólo en cuadros. Francine sería más bella que cualquier cuadro.
De regreso en la planta baja, la mujer intentó convencerlo otra vez de que tomara una copa y le apoyó de nuevo la mano en el brazo. Teddy se zafó de ella con un movimiento serpenteante, se levantó y se dirigió con paso firme al vestíbulo, prometiendo que tendría los diseños preparados aquella misma semana. En aquel momento, el cartero deslizó una tarjeta por la ranura del buzón. Teddy se agachó, la recogió y se la alargó a la propietaria de la casa, procurando que sus dedos no se rozaran siquiera.
Al salir a la calle lo embargó un sentimiento desconocido para él: envidia. Quería la casa y los objetos que contenía. Era una sensación que compartían muchos jóvenes pobres y bellos; qué injusto era que se les negaran las cosas de las que disfrutaban los viejos y feos.
Su propia casa salía muy malparada en la comparación; sin duda le parecería mucho más fea a partir de ahora. Por el camino compró pintura mate y brillante de color marfil y café para redecorarla. No podía invitar a Francine a su hogar en el estado en que se encontraba. Se dio cuenta de la ironía que entrañaba el asunto cuando sonó el teléfono y oyó la voz de una mujer que no le pedía muebles hechos a mano, sino precisamente lo que estaba haciendo, es decir, que le pintara la casa o, mejor dicho, una habitación. La petición lo ofendió sobremanera y a punto estuvo de negarse, de decirle que se fuera a la porra, pero entonces pensó en el dinero; podía pedirle un montón de dinero y además necesitaba trabajar. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com