El cuarto de las estrellas (fragmento)José Antonio Garriga Vela
El cuarto de las estrellas (fragmento)

"Así transcurrieron varios meses, sin que el Polaco tuviera posibilidad de hacer nada salvo esperar la visita de mi madre y pensar, pero hasta los pensamientos cansan y nos traicionan. El miedo era su compañero más fiel, el auténtico inquilino de aquella casa. El miedo de él y el miedo de quienes lo ocultaban. El miedo acabó alojándose dentro de su propio cuerpo, igual que al cabo de los años le sucedió a mi padre. El enemigo estaba en el interior de su cabeza. La enfermedad lo atormentaba con una tos sorda y constante que se esforzaba en reprimir cuando llegaban a sus oídos los pasos de aquellas botas militares que lo mantenían en vilo durante el tiempo que permanecían en la superficie, como si los soldados hicieran guardia en las puertas del infierno. Hasta la tos era necesario mantener oculta. El Polaco se había convertido en un hombre invisible y los hombres invisibles no tienen fiebre, no sienten escalofríos, no se despiertan en mitad de la noche cubiertos de sudor, no contagian la enfermedad a nadie porque no existen bacterias en los cuerpos invisibles.
Javier Cisneros y mi padre pactaron proteger al hombre inocente que estaba en peligro. Ellos sabían que se jugaban la vida y por eso tomaban precauciones, para no levantar sospechas. Se alternaban para ir a la farmacia y explicar los síntomas y la evolución de la enfermedad al farmacéutico con el propósito de que les aconsejara alguna medicación. No visitaban siempre la misma farmacia ni la misma tienda de comestibles. Cada cual seguía comprando lo habitual para su consumo en La Araña, mientras que las necesidades del Polaco las adquirían en las farmacias y las tiendas de la ciudad. Al final del día, los cuatro se reunían en el sótano incluso a sabiendas del riesgo que corrían si cualquier adepto al régimen los descubría y denunciaba. Mi madre pasaba el mayor tiempo posible con su novio planificando viajes que nunca realizarían y venganzas que se esfumaban cuando ella abandonaba el sótano. Aquel lugar era una tumba en el más amplio sentido de la palabra. Lo fue entonces y lo sigue siendo hoy. Una tumba que mi madre continuó visitando tras la muerte del Polaco sin alcanzar a comprender el extraño magnetismo que la arrastraba a encerrarse en aquel agujero con el recuerdo del hombre al que seguía amando en secreto, después de casi treinta años.
En algún lugar de este pequeño cuarto en el que ahora me encuentro, yace el cuerpo que Javier Cisneros y mi padre empezaron a cubrir de cemento la madrugada del 8 de agosto de 1945. Ambos fueron a comprar el cemento y la arena con la misma cautela que habían empleado para conseguir los alimentos y las medicinas. Los sacos los descargaron de noche y también de noche fueron sepultando los documentos, las fotos, incluso el espejo que estuvo siempre en el sótano y que quizás mantuviera en su interior alguna ínfima huella de las personas que en él se reflejaron. Todo iba quedando sepultado bajo capas de cemento. "



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