Los geniecillos dominicales (fragmento)Julio Ramón Ribeyro
Los geniecillos dominicales (fragmento)

"En la sala de conferencias, delante de las bancas reservadas al público, había una mesa con cuatro sillas y en la mesa una garrafa con agua y un vaso. Ludo y los otros tres lectores se acomodaron en ellas, mientras los auditores iban ocupando sus plazas. Como no había asiento para todos, algunos quedaron de pie al fondo de la sala y otros, después de vacilar, prefirieron salir al hall y privarse de la lectura.
Al poco rato el público cesó de hablar. Todos miraban hacia la mesa, donde los cuatro lectores, con sus hojas en la mano, parecían esperar una orden que nadie se creía autorizado a dar. «Corte inglés. Sesenta soles el metro», decía alguien en el hall. Un auditor se puso de pie y cerró la puerta de la sala.
«Sangre en la tierra», exclamó al fin Gregorio Bolta, el primer lector, con una voz estridente. Ludo comprobó con cierto estupor que el inédito de Bolta era apreciablemente largo y que a él le correspondía leer al final. «Sangre en la tierra», repitió Bolta, esta vez con voz engolada y añadió: «Cuento de ambiente serrano, dedicado a mi madre». Mientras Ludo escuchaba el comienzo («El sol iracundo lanzaba sus dardos de fuego sobre el maizal dorado…») observó al público que, con los labios entreabiertos, tenía la mirada clavada en el rostro de Bolta, como bajo el efecto de un pase magnético. El doctor Rostalínez, en primera fila, rodeado de las viejas menopáusicas, se acariciaba el mentón y miraba un punto indefinido del cielo raso. («Y el caminillo subía por la falda del cerro como un zurcido esplendente en el albor matutino…»). Ludo echó una mirada a sus compañeros. Carlos releía el cuento que iba a ofrecer al público, mientras Eleodoro examinaba el vaso vacío con cierta nostalgia. A su vez leyó la primera frase de su cuento: «Hacia el atardecer, Humberto y Luisa» y sintió una súbita vergüenza. ¿A quién diablos podía interesarle lo que sucedía entre Humberto y Luisa? Es verdad que el auditor no sabía hasta el final que eran hermanos, pero de todos modos la historia le pareció arbitraria, falsa, copiada de la copia más mala. («Y los carneros, como un paquete de algodón alborotado…»). Carlos acercó su cabeza. «¿De dónde han sacado a este Bolta?». Ludo le respondió al oído: «Es un descubrimiento del doctor Rostalínez; como nosotros». Ludo volvió a observar al público. En su mayoría eran hombres. Algunos habían empezado a fumar. Las mujeres en cambio seguían la lectura con mayor atención. Al fondo distinguió los rostros de Cucho, de Manolo, los que, al percibir su mirada, le hicieron un signo alentador con la mano. Más atrás, de pie, cerca de la ventana, un hombre corpulento y con lentes parecía mirarlo en forma casi impertinente. Ludo trató de sostener su mirada, pero al pensar que ese hombre, precisamente ése, escucharía luego su lectura, no se atrevió a proseguir el juego. "



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