Los herederos (fragmento)Isaac Bashevis Singer
Los herederos (fragmento)

"Alexander no cesaba de alimentar la estufa de la sala de estar, con leños y ramas secas. Cuando se sentaban ante la estufa, tenían sensación de ardor en el rostro, mientras el resto del cuerpo seguía helado. En las horas de sol, por los mojados cristales de las ventanas penetraba una luz triste y grisácea. No muy lejos de la casa pasaba una carretera. Más allá, estaban las vías del ferrocarril, y hasta sus oídos llegaba el jadeo y el pitido de las locomotoras. Sin embargo, tan sólo veían los retorcidos troncos de los árboles y el cielo gris. El hombre a quien Zipkin había alquilado la casita por una semana le había dicho que en el bosque había caza, y le prestó, por si quería cazar, un par de escopetas. No faltaban los libros en la casa. En las paredes, colgaban retratos de militares de los tiempos de la guerra de secesión, los suelos estaban cubiertos con rústicas alfombras, y las colchas estaban formadas por distintas piezas de tela, de diversa forma y color, siendo obra de Miss Clark, la solterona que anteriormente fue propietaria de la casita, quien, al parecer, se había dedicado a esta labor durante las largas noches de invierno. Miss Clark había muerto ocho años atrás, y, ahora, la casa era propiedad del hijo de su hermano, empleado de ferrocarriles que vivían en Croton on Hudson. La familia del propietario tan sólo se alojaba en la casita durante los veranos.
Ir allá en pleno otoño había sido una verdadera locura, pero Clara había ya aceptado el hecho de que todo lo que hacía terminaba en catástrofe. Zipkin había pasado un verano en esta zona. Había mentido torpemente a su mujer, diciéndole que un antiguo cliente estaba gravemente enfermo, y que él era el único médico en quien este paciente había depositado su confianza. Zipkin se había mandado a sí mismo un telegrama, requiriendo sus servicios, y tuvo la osadía de encargar a su esposa que lo contestara afirmativamente. Felusia quedó al cuidado de Louise. Alexander retiró algún dinero de su cuenta corriente, y vino a la casita, en compañía de Clara, para pasar una semana, durante la que proyectaban pagar viejas deudas de amor, y decirse lo que llevaban muchos años sin poder decirse. En aquel refugio no tenían nada que hacer, como no fuera quedarse en cama, abrigados con dos o tres mantas. Para colmo, tampoco tenían comida en abundancia. La tienda más cercana se hallaba bastante lejos. Zipkin se había limitado a aprovisionarse de pan, queso, salchichas, manteca y huevos, con la esperanza de poder suplementar estas provisiones con otros artículos. En la cocina había leña y una lata de petróleo, así como un saco de manzanas, procedentes de un cercano huerto. La tarde en que Zipkin y Clara llegaron era agradable y templada, una típica tarde del veranillo de San Martín, con el aire impregnado de olor a bosque. Pero, al despertar, el día siguiente, vieron que el tiempo había cambiado. Zipkin temió que la lluvia se transformara en nieve, y que ésta les dejara aislados en la casita, caso en el cual, cabía esperar las peores consecuencias. Su esposa se angustiaría e intentaría entrar en comunicación con él. La policía del distrito descubriría que Clara y él no eran marido y mujer, lo cual sería especialmente molesto, habida cuenta de que los campesinos de los alrededores eran gente de arraigados sentimientos religiosos. Sin embargo, Zipkin aceptó el riesgo. La vida en compañía de su esposa le parecía terriblemente monótona, y, por otra parte, no había aún olvidado a Clara. "



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