Los esforzados (fragmento)Albert Cohen
Los esforzados (fragmento)

"Un mendigo ciego, rodeado de una nube de moscas verdes y doradas, ebrias de sol, pedía limosna a los misericordiosos, la mano extendida e inmóvil. Dos banqueros se peleaban desgranando cuentas de ámbar. Unos amigos de grandes ojos aterciopelados se interpelaban, se saludaban, intercambiaban noticias sobre sus respectivos comercios y familias. Unos vehementes gesticulaban y discutían. Unos curiosos regateaban por puro placer y se marchaban sin comprar nada. Un vendedor ambulante, acuclillado, asaba ubres de vaca. Un barbero tañía monótonamente una mandolina en el fondo de su oscuro local, vibrante de moscas y almizcle. Un griego borracho entonaba una melancólica canción campesina, insultaba a los judíos y a su Dios y reanudaba su canto con voz transida de amor.
Sentada contra la pared de la escuela de Talmud, donde unas voces infantiles farfullaban hebreo, una vieja con fama de bruja reavivaba las brasas de su infiernillo. Un pescadero espantaba las moscas de sus salmonetes asados, espolvoreados con ajo e hinojo. Un cabrero arrodillado ordeñaba su cabra, arrancándole largos y humeantes chorros. Dos adolescentes cogidos del dedo meñique comían pipas de calabaza. Un grupillo de políticos conversaban en la pequeña farmacia que olía a alcanfor. Sentados bajo un emparrado, unos ricos barrigudos saboreaban delicadamente con dos dedos pastelillos de aceite y de miel que les hinchaban y lustraban los carrillos, endulzándoselos distinguidamente; luego bebían grandes vasos de agua, se limpiaban los dedos con sus pañuelos, se dirigían amplias sonrisas y fustigaban las moscas con sus látigos acabados en cola de caballo. Unos talmudistas encorvados comentaban un versículo, el mayor de ellos con voz aguda, mientras el más joven asentía por cortesía y, arremangándose, aguardaba el instante de su victoria dialéctica. En medio de la luz cegadora, un pañero empujaba su carretilla, en eterno movimiento. Unos gatos sarnosos se escabullían.
Antes de azuzar al caballo, el cochero del gran rabino cogía las riendas, cerraba los ojos de goce, se echaba hacia atrás, exhalaba la orden. Adelante, hijo de la yegua, decía. La vieja del infiernillo sonreía a sus desdichas o a los trozos de cordero que se asaban en las brasas. Una joven criada sepultaba su sonrisa en una granada. Unos chiquillos, cuyas camisas asomaban por los traseros de los pantalones rajados, seguían a un vendedor de escarabajos que volaban en círculo, atados a un hilo. Unas moscas apagaban su sed en los ojos del mendigo ciego, y en su mejilla unos mosquitos tanteaban, precavidos, se equivocaban, vacilaban en un concierto de finos trompeteos. Una adolescente majaba en un mortero en el umbral de su puerta. Ante la mirada fascinada y severa del cliente, un menudo limpiabotas se afanaba con los botines de color azafrán, añadía betún, tornaba a dar brillo y pulía aún más la faena; luego se rascaba la barriga y admiraba su deslumbrante obra. "



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