Las escaleras de Chambord (fragmento)Pascal Quignard
Las escaleras de Chambord (fragmento)

"Ella se hallaba en el vano de la ventana. Llevaba un vestido de noche negro. Estaba inmóvil, con la espalda tiesa, comiéndose las mejillas con los brazos encogidos contra el pecho, como si tiritase de frío.
Eran más de las ocho. Edouard la había llamado desde Londres y le había prometido que estaría allí a las siete para la cena. Ella había visto a su abogado tres horas antes con Roza. Las condiciones del divorcio estaban fijadas. La última vez que había visto a Yves, éste había llorado, se había emborrachado y luego le había soltado a modo de maldiciones las palabras padre, hermano, frígida, estéril, neurótica...
Laurence se inclinó hacia la cómoda, extrajo los álbumes de fotos que databan de antes del final de su infancia; de cuando su madre y su hermano aún estaban. Laurence volvió a cerrar el cajón con brusquedad. Hojeaba demasiado esos pesados libros de piel. Le irritaba también el parecido físico entre Edouard y Hugues. ¿Acaso no amaba siempre la misma delgadez? Tenía que reconocer que la escena o más bien el juicio de su padre respecto a Edouard la habían turbado considerablemente. El fin de semana anterior, Louis Chemin le había comentado que no le había parecido del todo mal la cólera silenciosa, muy en caliente de Edouard, y la decisión que había tomado de marcharse en el acto. A partir de ese día, o unos días más tarde, fue cuando cambió la actitud de Edouard para con ella. Sólo lo veía ya algunos ratos durante el día. Él viajaba sin interrupción. ¿Por qué se retrasaba?
Bruscamente, Laurence sintió dentro de sí un dolor progresivo y paulatinamente más agudo. Eran las nueve y cuarto. Tenía la impresión de que una tela, una cadena de confianza se desgarraba en ella. Se rompía para siempre algo en lo tocante a ese ser que ella esperaba, que se alejaba de ella en la espera, que no la amaba puesto que se apartaba de ella cada minuto que pasaba. Notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Le dieron ganas de causar la muerte al que se empeñaba en olvidarla con tanta rapidez. ¿Qué quería decir poser un lapin? Dejar plantado al animal más rápido que existe, ¿algo que a cada momento no está donde estaba? ¿Pretender plantar a la propia velocidad? Había algo de liebre en él; pura velocidad, incesantes viajes, incapacidad de aguantar la presencia. Tenía también ese otro rasgo de la liebre: toda la cobardía de la liebre. El miedo al frío, el miedo al aburrimiento, el miedo a amar.
Tiritaba de dolor. Había sido abandonada. Apretaba un labio contra el otro para no llorar. «Acurrucarse», se dijo mientras se movía. Y lentamente se puso en cuclillas en el rincón de la ventana. Buscó en el fondo de su corazón una especie de pequeño confesionario de madera oscura, cerrado con una cortinita de terciopelo rojo. Un pequeño lugar en el fondo de sí misma donde poder arrodillarse, donde acurrucarse, donde hacerse un ovillo, donde llorar y donde no ser más que una culpa que confesar. Fuese la que fuese. Poco importaba. Esperar una culpa era estirar hacia sí un poco de piel tibia en la que hundir el rostro después de haberse hecho regañar. Entonces nos acaricia los cabellos la mano de una madre imaginaria. Respiramos la mama de nuestra madre. Entonces todavía se nos doblan más las piernas. Ponemos la barbilla entre las rodillas. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com