Una semana de octubre (fragmento)Elizabeth Subercaseaux
Una semana de octubre (fragmento)

"Tampoco recordaba que Hyde se hubiera referido al azar, tal vez lo hizo y él no le prestó atención, en todo caso desde el comienzo le pareció un poco estrambótico, perfectamente podría haber hablado del azar en esos términos. Le dio una rápida ojeada a los capítulos anteriores. El paseo por Londres que Clara describía precisando hasta los nombres de las calles por donde anduvieron ese día era igualmente verídico. Antes de partir, Clemente le había dicho que haría el viaje bajo la condición de que no le pusiera nombre a nadie en la calle, pero pedirle eso a Clara era como pedirle naranjas al sandial. No pudo aguantarse. Un día se acercó al conductor de uno de esos buses de dos pisos y le preguntó si su esposa se llamaba Victoria. El conductor se quedó mirándola perplejo y le dijo: «Oh, yes madame, have you met my wife?». El paseo por Londres era completamente veraz. Y lo de Amanda y su vida idílica en el bosque de Pensilvania, también. Esa noche o al día siguiente, ahora no estaba tan seguro, Clara le había mostrado la carta de Amanda. Y sí, él era celoso, siempre lo fue, lo reconocía. Otras cosas, no obstante, no tenían nada que ver con la realidad y no lograba entender el sentido de tanto embuste. ¿De dónde podría haber sacado una historia tan absurda como aquella de la cama con cortinas de brocado amarillo? Amén de ese disparate de una cama del cuarto duque de Beaufort que había llegado a Valparaíso, él nunca se habría metido a comprarle la cama a nadie, mucho menos a Clara que era quisquillosa para los muebles. Ese afán de pintarlo como un huevón obsesionado con las antigüedades le parecía tan incomprensible como innecesario. Le gustaban los objetos bonitos y había comprado alguna que otra cosa antigua para la casa, una vez remató una cómoda y otra vez compró el reloj vienés en el mercado del Rastro en Madrid, pero no conocía a ningún anticuario en Valparaíso, no tenía idea de porcelanas de Sèvres, ni de figuras japonesas del siglo XVII y era la primera vez en su vida que tenía noticias del inventario de Burghley, ¿de dónde habría sacado Clara esas rarezas? Todo su ser bramaba por subir al segundo piso, despertarla y lanzarle ese grotesco cuaderno a la cabeza. Aclarar de una vez las cosas con ella misma. Desde que comenzó a leer vivía presa de una constante desazón. En las horas de comida escudriñaba el rostro de Clara, a ver si descubría algo en sus ojos, alguna señal de que se hubiera dado cuenta de que él estaba leyendo su escrito, algo que indicase el desafecto que parecía haberla agobiado todos esos años, a ver si el amante se delataba en sus pupilas. Pero aparte de ese temor que le había entrado en la mirada desde que se descubrió su enfermedad nunca vio nada distinto de la Clara de toda la vida. ¿Quería decir que su mujer era una cínica consumada, una mentirosa profesional? Le costaba creerlo, sin embargo. ¿Cómo se explicaba Una semana de octubre? ¿Y si aquello fuera una especie de testamento? ¿Por qué no le había dicho nada a él?
Se sintió abrumado por la incertidumbre y en un momento tuvo el impulso de subir y hablar con ella, pero era necesario poner las cosas en perspectiva. Clara estaba empeorando. El médico había dicho que era probable que tuvieran que intervenir de nuevo, quería sacarle el útero. No es el momento más indicado para hablarle del cuaderno, se dijo, presintiendo que nunca llegaría ese momento. Clara tenía razón cuando apuntaba que su mal era como un pulpo que iba adueñándose de cada espacio espiritual y físico de una familia. No dejaba espacio para otras cosas.
La tarde anterior Clemente sostuvo una larga conversación con Ana María Constantinau. Habían sido amantes hacía muchos años y a pesar de que la relación terminó cuando ella le lanzó un macetero a la cabeza, siguieron siendo amigos y de tarde en tarde se llamaban por teléfono y se juntaban a tomar un café para ponerse al día en las respectivas vidas. Ana María era impulsiva y bastante rotunda para sus juicios, pero sabía escuchar. Tengo un problema, necesito desahogarme contigo, le dijo Clemente en el pub de la calle Suecia donde se encontraron para conversar. Clara le había rogado que no comentara su enfermedad con nadie, era lo único que le pedía. Él sólo se lo había dicho a Eliana, no tanto porque se le hiciera pesado cargar con el problema sin poder comentarlo y necesitara desahogar su angustia, sino porque estaba determinado a no ver a Eliana mientras Clara estuviera enferma, es decir, mientras Clara siguiera con vida. Más aún: estaba decidido a terminar con esa relación. Se lo dijo una semana después de la operación, hacía ocho meses y desde entonces sólo se habían visto un par de veces. Ana María era una buena amiga y estaba seguro de su prudencia y sensatez. Sus enormes ojos verdes lo miraron con curiosidad. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com