Vozdevieja (fragmento)Elisa Victoria
Vozdevieja (fragmento)

"Nos encontramos a veinte días de la gloria. El rumor de la radio me mantiene despierta y acompañada mientras miro el camisón. Es mi favorito, el que más temo. Su estampado me brinda ambiente de libertad porque lo relaciono con las vacaciones de verano, pero también simboliza el momento exacto en que el lado siniestro de la existencia se materializó por fin para mí. Hacía mucho que lo veía venir. Acechaba en las siluetas de La princesa caballero, en las sillas de respaldo alto, en las luces que se movían sobre los muslos de mi madre dentro de los escasísimos taxis que habíamos cogido por la noche, en la máquina de coser de mi abuela, la misma Singer pesada con el mismo mueble de imitación caoba desde los sesenta. Este lado siniestro enseñó por fin la patita por debajo de la puerta en Punta Umbría en 1990. Tres momentos destacados acontecieron en aquella Residencia de Tiempo Libre.
El primero desencadenó un malestar sin precedentes. Teníamos en la habitación un paquete de galletas rellenas de chocolate. Cada galleta se me hacía eterna, árida y dura, difícil de masticar. Saciaba mi apetito en segundos dejándome empachada e insatisfecha. Decidí manejar el asunto comiéndome solo el chocolate, que era lo que me interesaba, arrancándolo con la precisión de aquellos dientecitos de leche sin romper que tanto añoro. Sabía que podían reñirme severamente por desperdiciar el alimento, así que por la noche me levantaba a hurtadillas y, al amparo de la oscuridad, dejaba las galletas lamidas como el plato de un perro en una esquina discreta del balcón. Arrojarlas al exterior era una gamberrada insoportable muy lejos de mi nivel. No tardaron en descubrir el alijo secreto y la reprimenda fue épica. La lección quedó clara: si en esta vida pretendes comerte solo el chocolate, necesitas un sitio donde esconder las galletas secas en condiciones.
El segundo y más importante tuvo lugar aquella misma noche. Inquieta e insomne a costa del disgusto en la camita supletoria junto al somier de mi abuela, empecé a sentir miedo de encontrarme a ras del suelo. Escalé con sigilo hasta lo alto del colchón y me apreté contra ella, que llevaba el mismo camisón que hoy. Los mosquitos caminaban sobre la piel tierna y tostada de la anciana, gran cazadora, que a veces se daba un manotazo inconsciente y se rascaba el cadáver sanguinolento. Cuando por fin se me abrían las puertas de la duermevela, visualicé la primera imagen de la noche: un gran ejército formaba filas escuchando las órdenes de su coronel, un personaje esbelto y sinuoso que se paseaba de un lado a otro dando voces. En mitad del discurso, el coronel se deshizo como si sus miembros fuesen de cuerda, dejando en el suelo una madeja de lianas color carne. Al abrir los ojos, me di con la robusta espalda cubierta de florecitas de colores desconfiando de mi propia conciencia, esa traidora inesperada. "



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