Viaje por Rusia (fragmento)Theophile Gautier
Viaje por Rusia (fragmento)

"Bajamos a la plaza, dirigiéndonos hacia el río, sin guía ni información y fiándonos de ese instinto acerca de la configuración de ciudades que raramente engaña a los viejos viajeros. Tomando una calle que cortaba en ángulo recto la bonita calle de Tver, llegamos enseguida a la orilla del Volga. La gran calle trataba de parecerse a una perspectiva de San Petersburgo, pero esta, concurrida y más lejos del centro, poseía el verdadero carácter ruso. Casas de madera pintadas de diversos colores y coronadas por tejados verdes, vallas de pintadas tablas la bordeaban, dejando entrever la cima de los árboles adornados por frescas frondas. A través de los cristales de las ventanas bajas, entreveíamos las plantas de invernadero destinadas a hacer olvidar a los dueños de la vivienda las blancuras de un invierno de seis meses. Algunas mujeres volvían del río, desnudos los pies y con los bultos de la colada encima de la cabeza; campesinos de pie sobre sus telegas hacían avanzar a sus pequeños y desmelenados caballos cargados con leña procedente de los depósitos de madera de orillas del río. Abajo, en el ribazo bastante escarpado, pero que los droschkis y los carreteros escalan con una impetuosidad que asustaría a los cocheros y a los caballos de París, la flotilla de la compañía Samolett lucía las chimeneas de sus bonitos piróscafos… El río, todavía poco profundo, no permite utilizar grandes barcos en esta parte de su recorrido. Una vez reservadas nuestras plazas, pues el barco debía zarpar muy temprano, continuamos nuestro paseo a orillas del río, cuyas aguas oscuras reflejaban como un espejo negro los resplandores del crepúsculo prestándole una intensidad y un vigor mágicos. La orilla opuesta, bañada en sombras, se proyectaba como un largo cabo en un océano de luz donde hubiera sido difícil distinguir el cielo del agua. Dos o tres embarcaciones, que agitan sus remos como un insecto que se ahoga con sus patas articuladas, arañaban aquí y allá el oscuro y claro espejo. Parecían flotar en un fluido indefinido, y a veces se habría dicho que iban a chocar contra el reflejo invertido de una cúpula o de una casa.
Más lejos, una barra oscura cortaba el río a flor de agua como el estrechamiento de un istmo; acercándonos, vimos que se trataba de una armadía que servía para comunicar las dos orillas. Una parte se desplazaba voluntariamente para dejar pasar a los barcos. Era el puente reducido a su mínima expresión. Las heladas, las crecidas, los deshielos hacen difícil en los ríos de Rusia el empleo de puentes estables. Casi siempre son destruidos. En el borde de esta armadía las mujeres lavaban la ropa. No contentas de servirse de sus manos para hacerlo, la pisotean a la manera árabe. Este pequeño detalle nos hizo saltar con el pensamiento hasta los baños moros de Argelia, recordando haber visto jóvenes iaulets bailar en la espuma de jabón sobre las toallas de baño. El muelle desde donde la vista es muy bonita, sirve de paseo. Los miriñaques, dignos, por la amplitud, del bulevar italiano, se desplegaban fastuosamente y las niñas pequeñas caminaban a tres o cuatro pasos de sus madres, al no permitir que la amplitud de sus faldas se acercaran más, con sus cortos vestidos ahuecados, semejantes a los toneletes enarcados de los bailarines del tiempo de Luis XIV.
Cuando, cerca de estos atuendos de moda, pasa un mujik en sayo de paño, con sandalias de esparto en los pies, traje parecido al del campesino del Danubio ante el senado romano, la mente no puede impedir sentirse herida por el brusco contraste. En ninguna parte la extrema civilización y la primitiva barbarie se codean de una manera tan tajante. Había llegado la hora de volver al hotel y hacer como los cuervos. El cielo se apagaba lentamente. Una oscuridad transparente envolvía los objetos, haciendo desaparecer su modelado sin borrarlos, como en las maravillosas ilustraciones de Dante, por Gustave Doré, donde el artista ha plasmado tan bien la poesía crepuscular. Antes de acostarnos, fuimos a asomarnos un instante al balcón para encender un cigarro —en Rusia, está prohibido fumar en la calle— y poder contemplar un instante ese magnífico cielo cuyos intensos centelleos recordaba el cielo de Oriente.
Nunca en el azul nocturno tenemos una tal abundancia de estrellas: a inconmensurables profundidades, el abismo estaba plagado de ellas; como una polvoreda de soles. La Vía Láctea dibujaba sus meandros de plata con una nitidez sorprendente. El ojo creía distinguir, en aquel resplandor de materias cósmicas, latidos estelares y apariciones de nuevos mundos; hubiéramos creído que las nebulosas hacían esfuerzos por reducirse y condensarse en astros. Maravillados por aquel espectáculo sublime, que quizás éramos los únicos a contemplar en ese momento, pues el hombre utiliza solo con mucha moderación el privilegio que, según Ovidio, le ha sido otorgado «de llevar alta la cabeza y de mirar al cielo», dejamos transcurrir las Horas negras sin pensar que teníamos que estar en pie desde la aurora.
Finalmente volvimos a nuestra habitación. "



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