Vida de un esclavo americano (fragmento)Frederick Douglass
Vida de un esclavo americano (fragmento)

"Mi nueva ama resultó ser todo lo que parecía cuando la vi por primera vez a la puerta de su casa: una mu­jer con el más tierno corazón y los más delicados sentimien­tos. Nunca había tenido un esclavo a su servicio antes de tenerme a mí, y había dependido de su propia diligencia para vivir antes de casarse. Era tejedora de oficio; y por apli­cación constante a su negocio, se había preservado en buena medida de los efectos destructores y deshumanizadores de la esclavitud. Su bondad me dejó completamente atónito. Casi no sabía cómo comportarme con ella. Era completamente distinta de cualquier otra mujer blanca que hubiese visto yo. No podía dirigirme a ella como estaba habituado a dirigirme a las otras señoras blancas. Mi primera instrucción quedaba toda fuera de lugar. De nada servía con ella el encogimiento servil, una cualidad tan aceptable en general en un esclavo. No se ganaba uno su favor así; parecía turbarla. Ella no con­sideraba insolente o grosero que un esclavo la mirara a la cara. Hasta el esclavo más humilde se sentía tranquilo del todo en su presencia, y ninguno se iba sin sentirse mejor por haberla visto. Su rostro estaba hecho de sonrisas celestiales, y su voz, de música tranquila.
Pero, ay, aquel corazón bueno no iba a seguir siéndolo mucho tiempo. El veneno fatal del poder irresponsable esta­ba ya en sus manos, y no tardó en iniciar su trabajo infernal. Aquellos ojos alegres pronto enrojecieron de cólera bajo la influencia de la esclavitud; aquella voz, hecha toda de dulces acordes, adquirió una áspera y horrible disonancia; y el ros­tro angelical dejó paso al de un demonio.
Muy poco después de que me fuese a vivir con el señor y la señora Auld, ella empezó muy bondadosamente a ense­ñarme el abecedario. Una vez que aprendí esto, me ayudó a aprender a deletrear palabras de tres o cuatro letras. justo en ese punto del proceso, el señor Auld se enteró de lo que esta­ba pasando y prohibió inmediatamente a la señora Auld enseñarme más, diciéndole, entre otras cosas, que era ilegal, además de peligroso, enseñar a leer a un esclavo. Y añadió, y utilizo sus propias palabras: «Si le das a un negro un dedo, se tomará el brazo. Un negro no debería saber nada más que obedecer a su amo... hacer lo que le digan que haga. Hasta el mejor negro del mundo se estropeara con el estudio. Has de saber», le dijo, «que si enseñas a ese negro [refiriéndose a mí] a leer, no habría modo de controlarle luego. Le incapacitaría completamente para ser un esclavo. Se volvería al mismo tiempo inmanejable y de ningún valor para su amo. En cuanto a él mismo, no le haría ningún bien, sino muchísimo daño. Le haría descontento y desgraciado». Estas palabras penetraron profundamente en mi corazón, despertaron sen­timientos interiores que yacían dormidos y convocaron a la existencia una vía de pensamiento completamente nueva. Era una revelación nueva y especial, que explicaba cosas oscuras y misteriosas, con las que se había debatido, aunque sin resultado, mi inteligencia juvenil. Comprendí entonces lo que había sido para mí un problema absolutamente des­concertante, a saber: el poder del blanco para esclavizar al negro. Fue un gran triunfo, y lo valoré mucho. A partir de entonces, comprendí cuál era el camino de la `esclavitud a la libertad. Era exactamente lo que yo quería, y lo conseguí en el momento en el que menos lo esperaba. Aunque me ape­naba la idea de perder la ayuda de mi bondadosa ama, me alegró aquella lección inestimable que me dio mi amo por puro accidente. Aunque me hacía cargo de lo difícil que era aprender sin un maestro, me consagré con gran esperanza y con un propósito fijo a aprender a leer, fuese cual fuese el coste. La misma decisión con que había hablado él, y con que se había esforzado en convencer a su mujer de las perni­ciosas consecuencias de proporcionarme instrucción, sirvió para convencerme de que estaba profundamente seguro de las verdades que exponía. Eso me proporcionó la certeza ab­soluta de que podía confiar plenamente en los resultados que produciría, según él, que aprendiese a leer. Lo que más temía él era lo que yo más deseaba. Lo que él más amaba, era lo que más odiaba yo. Lo que para él era un gran mal, que había que evitar cuidadosamente, era para mí un gran bien, que había que perseguir con diligencia; y el argumento que él con tanto afán esgrimió, en contra de que yo apren­diese a leer, sólo sirvió para inspirarme el deseo y la decisión de aprender. En lo de aprender a leer, debo casi tanto a la agria oposición de mi amo como a la ayuda bondadosa de mi ama. Les agradezco a ambos el beneficio que me hi­cieron. "



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