El carnaval de los gigantes (fragmento)Claudi Bassols
El carnaval de los gigantes (fragmento)

"No quería matarlo. No me gusta matar. Es pecado. Pero... ¡se ha muerto! Era una bestia. Era una alimaña. No merecía otro fin. Se lo di. Pero no quería matarlo. Era sólo un escarmiento. Se ha muerto. El mundo no ha perdido nada. Mi conciencia no ha ganado nada. ¿Remordimientos?... ¡psche! Se borrarán fácilmente. Basta pensar en Mariana y en lo que con ella hizo. ¿Qué opinará Dios? ¿Pecado o justa venganza? Seguramente, pecado. Pero... ¡no quería matarlo! Un accidente. Aunque parecía fuerte, fue débil y no resistió la prueba. No me pesa... ¡Maldita conciencia! No quería matarlo... pero se ha muerto. ¿Qué debo hacer ahora? Por deseo, arrojarlo a los puercos. Pero... es un cadáver. Respeto. Lo enterraré y le pondré una cruz encima. No; será mejor...
Lo acarreó entre la paja y las defecaciones de las caballerías. El aspecto del apuesto sargento Melaza, era repulsivo. Así es la condición humana; arrogancia, majeza, donosura, y de repente, en un instante, náuseas y fetidez.
Sacó la mula del pesebre y le colocó los arreos. Levantó el cadáver y lo cruzó sobre el lomo del animal. Las piernas, los brazos y la cabezota, que ahora parecía descomunalmente grande, pendulaban trágicamente. Cogió las bridas de la bestia y se alejó lentamente.
La luna había asomado entre las nubes. ¡Curiosidad femenina! La noche era, en aquella hora, clara. Pero sus sombras se volvían más fantasmagóricas y más oscuras. Sentía frío. Aceleró el paso. Una hora más tarde pisaba las losas de Marakatuka, la ciudad muerta. Los monumentales templos proyectaban largas y negras sombras. El espíritu de aquellos sabios indios que siglos antes de la gesta colombina, crecían, sufrían y estudiaban allí, parecía revivir esta noche al olor de la sangre fresca.
Miró atrás y vio la enorme cabeza del cadáver bamboleándose acompasadamente. Pensó que era una lástima que no hubiera jíbaros en los alrededores. Magnífica pieza aquel cabezorro para reducir. Tenía gracia la idea. Dar la cabeza a los indios jíbaros y que se la devolvieran reducida, para guardarla en su habitación, sobre la cómoda. Que todos la vieran y aprendieran. Verla y aprender él mismo. Era curiosa la idea. Pero ¡no había indios jíbaros!
Siguió adentrándose entre las ruinas. Subió las escalinatas del gran templo. Los enormes bloques de piedra parecían fríos y azulados a la luz de la luna. Y sin embargo, vivían. Percibía en ellos el latido de los corazones indios. Allí estaba lo que buscaba: la losa del sacrificio. Sus antecesores hacían sobre ella las inmolaciones humanas. Aquella enorme roca, que frente a él se levantaba, fue en un tiempo la imagen del dios Sol. Pero ya no existían los dioses del Terror, sino un Dios de Amor. Hoy, llevaba sobre los lomos de la mula una víctima del odio y su sitio estaba allí, cerca de los terroríficos dioses paganos.
Pausadamente fue recogiendo leña y hojas secas. Las depositó sobre el altar. Luego, encima, el cadáver. "



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