La cartilla militar (fragmento) "No me gustaba ser soldado. Sin embargo, no son desdeñables las experiencias con el uniforme. Experiencias relativas a nuestro país, a uno mismo. La memoria evoca con fruición aquellas tempranas mañanas en el campo, aquellos amaneceres sobre los cañones camuflados dos horas antes de salir el sol (hoy vuelvo a levantarme con más frecuencia a esa hora), el otoñal suelo del bosque, crujiendo a cada paso, y el mismo suelo en verano, un zumbido de insectos, el suelo helado en invierno al cavar un hoyo para la cureña del cañón. Y las diferentes clases de nieve: la nieve cristalizada, reverberante al sol, la nieve que se apelmaza en la pala, la nieve cuando llueve, la nieve pesada y la nieve que golpea el rostro, la nieve de un viejo alud, la nieve dura, la nieve de verano, cuando hay que hincar los talones para no resbalar con los bártulos, y la nieve de invierno, nieve fresca en la que uno se hunde hasta la cintura. Todo eso también lo conoce el montañero, pero de otra manera; él camina voluntariamente, decide si tiene sentido seguir adelante por una ruta determinada. Bajo el mando de un teniente, que nunca ha sido montañero, se aprenden más cosas sobre la nieve. Experiencia de las estaciones del año, de las diferentes horas del día con toda clase de tiempo. Nunca he visto tanta niebla como en el servicio militar, ni tantas estrellas como haciendo guardia. Y las diferentes clases de lluvia. A veces podíamos resguardarnos de ella bajo techo pero, por lo general, la lluvia siempre se convertía en una vivencia. El calor también, el polvo que acompañaba a la columna. Alguna vez se nos permitía meter los brazos, la cara y el cogote bajo los caños de una fuente de pueblo. También se manifestaba pronto un cierto orgullo: un estudiante transportando cajas se hacía respetar por los trabajadores. Cajas de munición o cajas llenas de aperos para cavar trincheras. De todos modos se hacía algo: derribar un abeto o apresar treinta cerdos, lo que para un solo hombre no era empresa fácil. Una vez conseguí recoger a tiempo una granada de mano, mal lanzada por el que tenía a mi lado, y arrojarla contra una valla. Por otra parte, ya no recuerdo en qué lugar ni en qué año, entre Dunquerque y Stalingrado, pero hubo horas o minutos de placer. El simple placer de tumbarse sobre la hierba o meter los pies desnudos en un arroyo frío. Y muchas otras cosas por el estilo. Cuando los superiores no podían saber dónde nos encontrábamos en ese instante, y mientras afuera llovía, uno se acurrucaba junto a una chimenea como un duende en uniforme. Apenas conseguí entenderme con aquella vieja mujer de Tesino, pero pude fundir queso sobre las brasas y al mismo tiempo secar los calcetines; y, sobre todo, no escuchar una sola orden durante una hora. Una dicha que solo se sentía en el servicio militar. " epdlp.com |