Las promesas del equinoccio (fragmento)Mircea Eliade
Las promesas del equinoccio (fragmento)

"Debía de tener cinco o seis años cuando una tarde, volviendo a casa cogido de la mano de mi abuelo, vi entre las faldas y los pantalones que se movían a mi alrededor a una niña de mi edad cogida ella también de la mano de su abuelo. Nos miramos intensamente a los ojos. Y cuando nos cruzamos, me volví para seguir mirándola. Ella también se había dado la vuelta y estaba allí, inmóvil. Pasaron así algunos instantes y después nuestros respectivos abuelos nos tiraron de la mano para hacernos andar. Yo estaba trastornado, sin saber la razón, y lo que acababa de ocurrirme era a la vez maravilloso y decisivo. Esa misma tarde descubrí que bastaba evocar la imagen de esa niña apenas entrevista para sentirme deslizar a un estado de beatitud jamás experimentado hasta entonces, y que podía prolongar a mi antojo. En los meses que siguieron evoqué la agradable imagen varias veces al día, sobre todo en el momento de dormirme. Una especie de escalofrío ardiente subía a lo largo de mi cuerpo, invadiéndome por completo, mientras que todo el mundo a mi alrededor se desvanecía. Mi cuerpo no era sino un suspiro, cuya maravillosa irrealidad parecía durar siempre. Durante años, la imagen de la niña que percibí apenas en aquella calle fue el talismán tan solo conocido por mí gracias al cual podía, a mi antojo, encontrar el refugio de un instante incomparable. Todavía hoy recuerdo el rostro de la niña; nunca hasta entonces había visto ojos tan grandes como los suyos, ojos oscuros e inmensos. Tenía la tez a la vez mate y pálida y los rizos de pelo negro, que le caían hasta los hombros, resaltaban su blancura. Iba vestida como las niñas de la época. La moda hacia 1911 o 1912 era ponerles una blusa azul marino y una falda roja. Necesité mucho tiempo para no sobresaltarme cuando veía en la calle estos dos colores juntos.
Aquel mismo año tuve que permanecer todo un mes en Tecuci. Durante los paseos con el abuelo, esperaba que apareciera otra vez a la vuelta de una calle la falda roja. Pero nunca la volví a ver.
Casi todos los recuerdos que guardo de mi abuela son de otra estancia en Tecuci, en el verano de 1919. Tenía entonces doce años y leía mucho. Pasaba horas enteras al lado de la ventana con un libro apoyado en las rodillas. Mi abuela, cuando venía a mi habitación, me pedía que leyera en voz alta, con el fin de disfrutar ella también de la lectura de mi libro. Por mucho que le dijera que, escuchando trozos separados sin nada que ver entre ellos, no comprendería nada de la acción, ella insistía siempre. Me dijo que mi tío Constantino lo hacía. En efecto, le leía en voz alta pasajes enteros, aunque tuviera entre sus manos libros de física o química. Tuve que decidirme a hacer lo mismo. Recuerdo haberle leído páginas del Viaje de un rumano a la luna, del que he olvidado hace tiempo el nombre del autor, y también un libro escrito por la reina María, Ilderim. "



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